Riaza: en el jardín, el milagro siempre renovado de los bulbos, tan fieles, tan agradecidos y sufridos. Aunque el resto del año los olvides, e incluso los pisotees al pasar, ellos florecen siempre tan bellos, tan erguidos y se convierten en esa sinfonía de colores: morado, amarillo, blanco, de los jacintos, narcisos y tulipanes que me saluda todos los años por esta época, nada más abrir la puerta de mi casa, dilatándome el alma.
Aposentada ya en mi sillón, abro el libro que estoy leyendo, que no es otro que las conversaciones de Eckermann con Goethe, a punto ya de terminar las dos primeras partes que culminan el 22 de marzo de 1832 con la muerte del grande hombre. Pues bien, como si hubiera una conexión entre lo vivido y lo leído, me encuentro con el siguiente párrafo en la entrada del día 25 de marzo de 1831:
"Después de comer -escribe Eckermann- nos hemos paseado por el jardín, deleitándonos en contemplar los jacintos blancos y los narcisos amarillos en flor. También habían salido los tulipanes y hemos hablado de la gran calidad de los productos holandeses de esta especie. 'Un gran pintor de flores, dice Goethe, no es concebible en nuestra época en la que se exige una gran veracidad científica, y el botánico le pedirá al artista todos los estambres, cuando en realidad a este último sólo le interesa lo pintoresco del conjunto y el colorido'".
Exactamente como me ocurre a mí; al no ser botánica, ni científica, no de otro modo miro ese regalo de la naturaleza y los cuadros y dibujos que lo reflejan. Y pienso qué es verdad, que tal vez el progreso científico -y mucho más ahora con la fotografía y el cine- han ido anulando ciertas habilidades artísticas como la que refiere Goethe, o la descripción de paisajes e interiores domésticos en literatura. O como la capacidad de calcular mentalmente o de memorizar los números de teléfono, que han sido desplazadas por las calculadoras y las agendas electrónicas. O la escritura amanuense, que está haciendo que los dedos se nos vuelvan huéspedes.
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