Publicado en El Trujamán, CVC (Centro Virtual Cervantes), con el título de "El papel del traductor en Don Quijote (II)", el 28 de marzo de 2001.
En ficción, uno de los recursos que más juego han dado es el del manuscrito encontrado por azar, generalmente escrito en lengua extraña y que, por lo tanto, precisa traducción. Se crea así un laberíntico juego de responsabilidades que diluye la autoría y convierte al texto en un palimpsesto que se presta a todo tipo de especulación y posterior manipulación.
Don Quijote es, quizás, uno de los modelos más acabados de este juego de espejos que permite hundir en la noche de los tiempos, con la consiguiente grandeza, el tema de la obra, confundiendo así la identidad del autor, convertido, en este caso, por lo menos en tres: el autor anónimo y algo descuidado del que Cervantes saca los primeros capítulos; el historiador arábigo Cide Hamete Benengeli que, supuestamente, escribe con todo rigor las aventuras del caballero manchego en lengua arábiga; y, por último, en palabras del bachiller Carrasco, el «curioso que tuvo cuidado de hacerlas traducir de arábigo en nuestro vulgar castellano para universal entretenimiento de las gentes» (II, 3), es decir, Cervantes.
Pero el asunto no termina aquí. Hay otras manos y otras voluntades en la confección de esta obra, entre otras, la del traductor, un morisco aljamiado que ocupa un papel bastante activo, reconocido en más de una ocasión por Cervantes, quien no duda en ampararse en su trujamán en más de una ocasión para justificar determinadas opciones narrativas.
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