Publicado en Nosotros, los solitarios, AA.VV., Editorial Pre-Textos, 2001
Siempre que coincidía con Jacinto Urquiola en algún lugar público, vernissage, conferencia, presentación de libro, o en un cóctel, ambos procurábamos no encontrarnos de frente y mucho menos a solas. Nos saludábamos de lejos con la cabeza, cortésmente, pero ninguno se acercaba al otro y si alguien me decía «Mira, está ahí Urquiola, ¿no le has visto?», yo contestaba, «Sí, sí, claro, hemos llegado al mismo tiempo», para no llamar la atención y evitar preguntas enojosas, que no tenían fácil respuesta. A él le ocurría lo mismo porque a veces le sorprendía asintiendo ante algún amigo oficioso que me señalaba con el dedo. Y si por casualidad iba a una casa cuyos dueños no me eran demasiado conocidos y los anfitriones, convencidos de que seguía uniéndonos una gran amistad, decían al recibirme: «Urquiola ya está aquí», para que yo me sintiera contento y reconfortado al saber que un gran amigo me esperaba en esa casa para mí desconocida o poco frecuentada pero que así se convertiría en hospitalaria, yo mostraba un gran alborozo pero me demoraba conversando con la señora de la casa sobre los cuadros y los objetos que hubiera en el recibidor, empeñado en identificar el autor o la procedencia, y confundiéndome a propósito para que ella pudiera decir «No, te equivocas, es de Ramón Gaya», o ante determinado grupo escultórico de Canova cuya posesión fingía llenarme de admiración y respeto: «¡Pero si es tan sólo una réplica, hombre de Dios, el original está en el British!», y nos riéramos así de mi ignorancia que ella, bondadosa, calificaba de despiste: «Vosotros los escritores, estáis siempre en Babia». Otras veces, si no podía recurrir a ese subterfugio, fingía entonces alguna urgencia fisiológica que me obligaba a retrasar mi entrada en la sala hasta que los invitados fueran lo bastante numerosos como para confundirnos en la danza de los grupitos que se hacían y deshacían al compás de los encuentros y las simulaciones en torno al buffet, en el que evitábamos cuidadosamente no coincidir. Si se trataba de una cena, a veces nos colocaban juntos, creyendo que nos hacían un gran favor pero nos las arreglábamos, cada cual por su lado, para que aquella proximidad fuera de todo punto imposible. En ocasiones ocurría que alguien, rememorando una anécdota del pasado, protagonizada por algún miembro del grupo poético al que pertenecía Urquiola y del que casi era ya el único superviviente, interrumpía su discurso con una exclamación: «¡Pero quienes se lo podrán contar mejor que yo son Moíño y Urquiola!», y entonces, sin mirarnos, y casi al unísono, hacíamos señales de protesta para que siguiera por su cuenta, como si un gran pudor, por completo falso, nos impidiera hablar el uno del otro estando presentes.
Por fortuna, la charla superflua y la vanidad exacerbada de nuestros contertulios nos facilitaban la tarea de disimulo pero sabíamos que alguien acabaría cayendo en la cuenta de nuestra insólita conducta y entonces empezarían las especulaciones. Además, como la biografía autorizada de Urquiola, titulada precisamente Jacinto Urquiola y su tiempo, en la que yo llevaba trabajando tantos años, no salía y la editorial ni siquiera la incluía en sus previsiones a largo plazo, algunos perspicaces columnistas ya estaban haciendo comentarios maliciosos. Mientras tanto yo había publicado un par de títulos y sabía que, hartos de esperar mi libro, la editorial había convencido a Urquiola, a pesar de su avanzada edad, de que escribiera sus memorias con cuya aparición pensaban conmemorar en el 2002 su nonagésimo cumpleaños, libro por el que todos me preguntaban como si yo de alguna manera estuviera en el secreto de todo lo suyo y como si hubiera renunciado a escribir la biografía para dejarle todo el protagonismo. Y hasta cierto punto era cierto pues yo sabía algo que él no contaría ni yo tampoco podía contar y ese conocimiento hacia ya imposible que pudiéramos seguir viéndonos. Porque toda la admiración, todo el afecto que yo había sentido por el que en un tiempo me enorgullecía en llamar mi maestro, esa amistad que no había podido sucumbir a las solapadas murmuraciones de algunos de sus coetáneos -a los que nadie hacía caso porque habían sido enemigos tras la terrible contienda cuyos ecos, sesenta años después, aún no se habían apagado del todo- se fueron al traste definitivamente después de la revelación y me hicieron comprender que las habladurías tenían su fundamento, aunque era evidente que nunca supieron en qué consistía la infamia, a ciencia cierta.
Yo sabía que a Urquiola no le gustaba hablar de la guerra y lo atribuía a la mala conciencia de haber combatido junto a Franco, hecho que justificaba por razones de fuerza mayor. Como su posterior evolución fue de marcada complacencia hacia los comunistas, con algún que otro alarde de progresismo militante que le llevó a firmar todo tipo de documentos antifranquistas y encabezar las listas de intelectuales contra el régimen y por la democracia, siempre pensé que las acusaciones que nadie se atrevía a formular de manera explícita tenían que ver con algún episodio bélico poco honroso, tal vez una deserción o una negativa a entrar en combate. Así pensaba explicarlo en mi libro sin que Urquiola me confirmara nada, pero sin que tampoco protestara por ello.
No sólo se trataba de su silencio, tampoco entre sus documentos había prácticamente cartas ni fotografías de la época y siendo yo un devoto de su persona, preferí no insistir. Pero si hubo culpa o tacha en aquellos tres años, su actitud posterior lavaba cualquier afrenta con la revelación que en mi biografía se iba a hacer, algo que hasta ahora el poeta había mantenido en secreto con tanto celo que a mí mismo, que tenía acceso a todos sus archivos, me costó mucho trabajo descubrir: su generosa, su valiente actitud durante la segunda guerra mundial. Urquiola perteneció al nada desdeñable grupo de personas que desde la España neutral ayudaron a los judíos que huían de la barbarie nazi. Casi todos tenían por último destino los Estados Unidos, otros Marruecos, pero muchos tuvieron que residir algún tiempo en España hasta conseguir su objetivo. Aunque oficialmente no se les perseguía, había personas, en su mayor parte falangistas, que a título individual, unos para quedarse con sus fortunas y otros por ideología, colaboraban con la Gestapo y se encargaban de localizar a esos judíos para llevarlos de vuelta a Francia o Alemania. Por eso, sus protectores actuaban con mucho sigilo y mientras duraba su estancia les colocaban en lugares discretos, en ocasiones en sus propias casas y fincas de veraneo o en las de personas de su confianza, y otras veces en la ciudad, ocupándoles en tareas humildes, como jardineros, si eran hombres, o nurses, si eran mujeres.
Fue Aurora Urquiola quien me lo contó hace dos años cuando, ya muy debilitada por el cáncer, me estaba ayudando a clasificar fotografías y al ver una, se echó a llorar. Era la instantánea, tomada en un jardín o en un parque, de una bella y elegante joven que sonreía, visiblemente enamorada y feliz. En el reverso se leía «Anna, París, 1940». «Es mi madre», me dijo Aurora y añadió: «mi verdadera madre». Yo sabía que Aurora era adoptada -los Urquiola no lo habían ocultado- pero no conocía los detalles ni nunca, por discreción, se me había ocurrido preguntarlos. Por eso me sorprendí mucho al enterarme por la propia Aurora de que su madre era una judía alemana, casada con un banquero francés, también judío, llamado Martin Silberman que habían llegado a España huyendo de la Francia ocupada. Primero partió Martin para los Estados Unidos y cuando Anna llegó a España por primavera estaba muy debilitada, cayó enferma y entonces supo que estaba embarazada. Tenía que postergar su viaje hasta que se restableciera y Urquiola, que habia preparado la huida de su marido, la encontró acomodo en la finca segoviana de un famoso médico de Madrid, donde podría estar a salvo durante el verano. Saldría para Málaga en cuanto pudiera. El plan de reunirse con su marido se volvió a retrasar cuando dio a luz prematuramente a una niña. Sus protectores se las llevaron en octubre a Madrid donde Anna pasaría por la fräulein encargada de educar a sus hijos. Por eso, cuando unos meses después la raptaron en el Retiro mientras paseaba a las criaturas, los Urquiola, que no podían tener hijos, consiguieron sin muchas dificultades adoptar a Aurora, a la que ya de mayor revelaron sus orígenes que, según ellos, habían mantenido ocultos para no dar la nota en esa sociedad sofocante. Pero no le contaron que su padre les había localizado durante los años sesenta y que ellos le informaron, desconsolados, lo del rapto de Anna pero nada sobre la existencia de Aurora. Eso yo no lo supe por Aurora, que siempre creyó que su padre había muerto, sino que me enteré mucho después, en la Embajada de los Estados Unidos donde me dieron la dirección de Silberman a quien me sentí obligado a visitar para ponerle en antecedentes de lo que realmente había ocurrido.
A pesar de la resistencia de Urquiola a que yo comentara en la biografía lo que me había revelado Aurora, -«Créeme, Demetrio, no sirve de nada remover el pasado; no tengo ningún interés en que me pongan una estatua en Israel como a Moro o a Sanz Briz; deja que el olvido se encargue de aquilatar la memoria»-, yo seguí investigando esa historia que me parecía mucho más fascinante que los seniles coqueteos del poeta con el nacionalismo vasco. Lo primero que hice fue ponerme en contacto con la familia del médico que las había cobijado con tanto cariño. Todos los que pudieron conocer a Anna estaban muertos, excepto Nieves, la menor de sus hijas que incluso se acordaba vagamente del rapto, de los gritos de los niños al ver cómo se la llevaban en un coche y de la indignación de su padre. También me enseñó los pocos libros (todos en alemán) que Anna había transportado desde Francia: dos obras de Rilke, la famosa antología de la poesía china sobre la que Mahler compuso canciones, dos de los trece tomos de la Historia de los judíos desde la Antigüedad a nuestros días de Heinrich Graetz, un libro de Arnold Zweig, una obrita del autor satírico Kurt Tucholsky y una traducción al alemán de Peer Gynt de Ibsen, así como algunas partituras de música. Incluso me enseñó el piano, ya desvencijado, que guardaba en la casona de aquel pueblecito perdido de Segovia, con el que Anna intentaba en vano insuflar el amor a la música a esos niños mimados y abúlicos, según admitió la propia hija de García Urrutia. Me emocionó ver aquellos vestigios de una vida refinada y culta en medio de tanta rudeza. Todo esto se lo conté a Silberman, y le entregué los libros y las partituras que Nieves García Urrutia no dudó en confiarme cuando le conté mi intención de devolvérselos al marido de Anna. Pero también le entregué una cosa aún más importante para que pudiera actuar: le entregué el documento que me había abierto los ojos y que yo no podía utilizar de ningún modo pero él tal vez sí, un documento en el que se revelaban otras verdades, bastante más siniestras que la cruel decisión de haber apartado a Aurora de su padre, en definitiva explicable por el amor desmesurado que sentían por la niña y el miedo a devolverla. Mi amigo Ángel Rodríguez Vital, el historiador, a quien yo había pedido ayuda en mi intento de encontrar al marido de Anna y padre de Aurora, se encontró con la siguiente carta en el curso de sus investigaciones sobre los judíos que pasaron a España durante la segunda guerra mundial y que fueron devueltos a Alemania por agentes de la Gestapo:
«Para la debida información y a los efectos oportunos, cúmpleme manifestarle que tengo la certidumbre de que la fräulein que presta servicios en casa del doctor García Urrutia es una súbdita alemana (judía), llamada Anna Silberman cuyo marido consiguió huir a Estados Unidos desde España».
A continuación se daban una serie de detalles que me revolvieron el estómago, en particular la firma que, aunque borrosa, me pareció tenebrosamente clara, y todo lo que había ocurrido hasta entonces de una coherencia ominosa: «José Urquiola».
¿Qué le empujó a cometer una ignominia de ese calibre? ¿La codicia? (no hay que olvidar que Silberman había invertido parte de su cuantiosa fortuna en la huida y quizás, no lo sé, pero podría ocurrir, el dinero y las joyas con las que había pagado su libertad y la de su mujer pasaron a las manos de Urquiola); ¿el amor desmesurado por la niña y la posible negativa de Anna de marcharse a Estados Unidos sola, como quizás la propusieron ellos con la promesa de que la niña se reuniría con ella después? ¿O tal vez Urquiola mintió una vez más y no fue él el benefactor de los judíos sino que aprovechó la temprana muerte del verdadero, el doctor García Urrutia, para suplantar sus méritos cuando él fue, en realidad, uno de esos detestables colaboradores de la Gestapo? Ahora que lo pienso, eso explicaría su interés por silenciar una historia que, dados sus antecedentes, sólo podía reportarle ventajas.
Martin Silberman es tal vez demasiado mayor para pedir justicia por todo el daño que le hicieron, pero confío en que lo haga, o al menos que muera sabiendo que tuvo una hija que, aunque murió cincuenta y siete años después de cáncer, fue feliz mientras vivió y que nunca pensó que él la hubiera abandonado. En cuanto al propio Urquiola, ¿qué voy a decir? ¿Cómo lo puedo explicar? ¿Me publicaría con tan frágiles pruebas alguna editorial una biografía, no ya autorizada, sino tajantemente desautorizada que contuviera acusaciones tan graves? Tal vez, más adelante. Pero la prueba de que tengo razón es que a él, que estaba al corriente de todas mis pesquisas, incluido mi viaje a California, no le ha extrañado que nunca más le haya podido mirar a los ojos ni a dirigirle la palabra después de aquello.
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