Publicado en Libertad Digital (Dragones y mazmorras ) el 6 de agosto de 2000 con el título de ¡Ay campaneros!
Durante la temporada estival, por razones que no siempre tienen que ver con la meteorología aunque nos escudemos tras ella, la mayor parte de la población decide cerrar sus casas, exponiéndolas a todo tipo de peligros, y abandonando a sus amigos para dedicarse a la familia con los riesgos que eso entraña. Para muchos es una decisión angustiosa, pues deben alejarse de su biblioteca (o de su colección de sellos, relojes o lo que se quiera) para marcharse a lugares donde generalmente es muy difícil encontrar ni la mitad de los periódicos que se necesitan para sobrevivir. Hay algunos (entre los que afortunadamente no me encuentro) que ni siquiera tienen portátil o –lo que es peor– aunque lo tengan no pueden conectarse a la red. Hoy mismo una colega me ha llamado desde un paraíso del Caribe, adonde se supone que ha ido para descansar junto a su marido y sus hijos, sólo para preguntarme, presa de una crisis nerviosa, qué hora era en España... Cuando se lo dije, la pobre estuvo a punto de echarse a llorar.
Yo entiendo que los trabajadores que hipotecan su libertad (y no importa el nivel ocupen en la escala jerárquica), sujetos a las sevicias de los horarios, quieran alejarse del lugar de los hechos y cortar por lo sano antes de cortar por lo insano el cuello de su señorito. Pero el mercenario de la escritura –o free lance– no puede permitirse el lujo de viajar excepto en misión especial: ya sea para cubrir un acontecimiento cultural (si lo paga el periódico, claro) o para participar en algunos de los numerosos cursos de verano que se prodigan por el ancho mundo. Sin ir más lejos, yo, el año pasado, me pasé el mes de agosto disfrutando de una beca en Francia y en Bélgica, felizmente recluida en edificios perfectamente equipados para sobrevivir, es decir con una generosa biblioteca y una magnífica infraestrutura electrónica que me permitían cumplir con mis compromisos, lo que a su vez me daba entera libertad moral para disfrutar del pintoresco entorno y de la abigarrada compañía, escuchando voces y frases diferentes a las que estás acostumbrado, pues esos sitios están llenos de ciudadanos de los países del Este que son a nuestra época, y en mucho más cultos (a pesar de haber estado bastante más aislados del mundo), lo que fuimos los españoles, chilenos y argentinos a los años sesenta, setenta y ochenta respectivamente.
Este verano mi agenda laboral no me permite ausencias prolongadas y me he quedado en Riaza, al nordeste de Segovia, el precioso pueblo donde tengo mis cuarteles de verano. Un lugar cuyo emplazamiento privilegiado me permite evitar, a solo una hora de Madrid, los rigores propios de la estación que, dicho sea de paso, no son este año excesivos, de forma que estoy escribiendo esto con la chimenea encendida –y palabra que no miento. Desde aquí, rodeada de cables y conexiones telefónicas, puedo consultar enciclopedias, diccionarios y bases de datos y comprobar, gracias a un servicio de prensa que cubre el mundo entero, que no hay mucho que contar. Si acaso, les pondría sobre aviso de la llamada de la UNESCO, a la solidaridad libresca. Junto a Ediciones de la Torre, este organismo internacional organiza (valga la redundancia) la campaña «Libros para Todos». ¡Ojo!, porque eso no es así, al menos no para Cuba, lugar de destino de muchos de los libros generosamente donados por los libreros y los particulares españoles. Según me han contado fuentes directamente implicadas, el año pasado, durante una campaña parecida, las autoridades cubanas quemaron paquetes enteros de libros porque les habían alertado que, entre ellos, estaban disimulados algunos ejemplares ¡de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre!
Por cierto ¿se han dado cuenta de que los escasos suplementos literarios que sobreviven en agosto están mejor que nunca? La razón es bien sencilla y el resultado muy saludable. Al no haber presiones acuciantes de los grupos editoriales de relumbrón, dichos suplementos echan mano de los clásicos o de libros (generalmente traducciones) que pertenecen a editoriales más modestas, aunque no menos importantes y bastante más selectas. En fin que con un poco de suerte hasta se ocupan de La asamblea de los muertos.. Gracias a estos suplementos me he enterado de que a mi amigo y admirado Juan Eduardo Zúñiga, le han traducido al ruso su libro Las inciertas pasiones de Iván Turguéniev (Alfaguara) y que la crítica oficial rusa se ha estremecido por su atrevida interpretación de la influencia que tuvo sobre su obra el amor (no se sabe si correspondido) del gigante moscovita –como le llamaba su amigo Flaubert– por Paulina Viardot, hermana de la Malibrán y esposa de Louis Viardot, uno de los traductores al francés más divulgados de El Quijote. Zúñiga, además de un escritor y un traductor admirable, es especialista en literatura eslava y portuguesa y ha publicado, también en Alfaguara, otro libro magnífico sobre literatura rusa titulado El anillo de Pushkin.
También me entero por los periódicos de que se ha inaugurado un Museo de los Sonidos del Mundo en Santo Domingo de Silos, en el que tienen una importancia especial las campanas. Como no estoy demasiado lejos iré a visitarlo en alguno de esos momentos de asueto que me dejan mis compromisos laborales, que no crean que los utilizo en hacer parapente o piragüismo (actividades que ni desprecio ni descarto) sino en pasearme por los parajes incomparables que me rodean y en los que, precisamente, las campanas han desempeñado hace poco un papel nada desdeñable, pues tuve la inmensa suerte de toparme en Fresno de Cantespino (Segovia), con un concierto de campanas que hubiera hecho las delicias de Dorothy Sayers, una de las maestras de la novela policíaca inglesa cuya obra, Los nueve sastres(publicada en la extinta editorial Aguilar y que no sé si los partidarios del precio fijo que ahora se reparten sus restos se han dignado en reeditar), está dedicada enteramente a las campanas y los campaneros. Fue emocionante encontrarse de bruces con tal virtuosismo, y participar en el entusiasmo con el que fue acogido por todos el vivaz repiqueteo que ponía fin al insólito e inesperado concierto.
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