Recibí el otro día un correo de un amigo desde las chimbambas respondiendo a otro mío en el que le preguntaba si había sentado cabeza y encontrado algún muchacho de bien con el que casarse. "Te equivocas completamente si crees - me contestaba- que encuentro que eso sea un logro", y me confesaba que ese "derecho" había entorpecido sus relaciones con sus parejas, empeñados a toda costa en casarse. "Esa medida -escribe- es reaccionaria; los paladines de la libertad sexual que siempre han considerado el matrimonio una institución burguesa, luego despreciable, quieren ahora que todo el mundo acceda al dulce yugo del matrimonio y pretenden que los homosexuales nos convirtamos en personas "respetables", como esas chicas de saloon de las películas de John Ford que se casan con el héroe", y termina así su misiva: "¿Te imaginas lo que hubiera sido la fortuna literaria de Marcel Proust o de André Gide de haberse casado con alguno de sus amigos" O, para ser más nuestros, ¿se podría concebir felizmente casado con un adolescente filipino a Gil de Biedma? Goethe decía que prefería la injusticia al desorden, pues bien, Julia, te confieso que yo prefiero la literatura al nuevo orden. Pero ya sabemos lo que les gusta a los progres los experimentos de laboratorio".
Leyendo estoy, y a propósito de cierta polémica que acabo de sostener en torno a si el comunismo, a pesar de la caída del muro y el derrumbe de la Unión Soviética, había triunfado o no en las mentes occidentales, recordé aquella anécdota que refería Karl Jaspers (y que yo leí en un libro de Jean François Rével), sobre una discusión entre Joseph Schumpeter y Max Weber. Estaban todos en un café en Viena y discutían sobre la revolución rusa. Schumpeter se congratula porque al fin "el socialismo no se circunscribirá a un programa sobre el papel, sino que probará su viabilidad". Weber le responde que el comunismo, "en ese estado de desarrollo en Rusia, constituye un crimen, y que eso conducirá a una miseria humana sin precedentes y a una terrible catástrofe". Schumpeter dice: "sí, así sera ¡pero qué experimento de laboratorio". Y añade Weber: "un laboratorio lleno de cadáveres", a lo que Schumpeter replica: "eso se puede decir de cualquier sala de disección". Toda tentativa por cambiar hacia otros temas de conversación fracasa. Weber grita, se acalora. Schumpeter permanece silencioso y sarcástico. Los demás esperan, escuchando con curiosidad hasta que Weber se levanta bruscamente y dice: "No puedo entender nada de esto". Y sale del café. Schumpeter sigue sentado y dice sonriendo: "'Cómo se puede gritar así en un café!".
Jajaja. Ambos asuntos, extraordinarios.
Publicado por: José Luis Millán | 23/11/2017 en 12:49