A raíz de las grandes purgas, y sus posibles implicaciones internacionales Stalin comentó: "Europa se lo tragará todo". Esta sentencia (que lo es) define perfectamente la postura de la tierra que habitamos, y no precisamente de forma poética, cual sugiriera Hölderlin en un hermoso poema. Traigo esto a colación a propósito del libro, "Sin inventar nada. El polvo anónimo del Gulag" (editorial Alba), cuyo autor, Lev E. Razgon, pasó 17 años en los campos de trabajo. En 1987 empezó a publicar en algunas revistas rusas sus recuerdos, que finalmente vieron la luz como libro en 1989. Razgon recibió en 1992 el premio Sajarov y murió en 1999.
Se amplía así la bibliografía en español de un aspecto bastante silenciado, como es el de los testimonios de esos "otros campos" de muerte y exterminio, perfectamente comparables a los nazis. Nuevamente, nos encontramos con el vértigo de las cifras que, ahora, a los cien años de la Revolución rusa, no está de menos recordar.
Un informe ministerial de la URSS, publicado en 1956, establecía que sólo entre el 1 de enero de 1935 y el 22 de junio de 1945 fueron fusiladas 7 millones de personas, o sea, un millón al año. Durante el reinado de Alejandro II fueron ahorcados en Rusia unos 70 presos políticos. Esa "pequeña" cantidad era debida, entre otras cosas, a que sólo había un verdugo pero para fusilar a 7 millones de personas hacen falta muchos más; y así, miles de verdugos anónimos se pusieron manos a la obra levantando una especie de industria de la muerte, cuya cadena, además de la ejecución en sí misma, estaba formada por costureras para las mordazas, conductores para el transporte de las víctimas, antes y después de ser sacrificadas, enterradores, etc.
¿Y qué ha pasado con estos asesinos "del común", que una vez terminado su trabajo se incorporaron a la vida normal y que seguramente disfrutaron de una apacible jubilación? Pues eso, nada. Según la fiscalía de la Rusia post comunista, ha sido imposible localizarlos. Ellos también cumplían órdenes
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