Marzo 2008.- vengo del programa de Sánchez Dragó que a veces me invita a participar en "Las Noches Blancas" en Telemadrid. A pesar que se emite de madrugada no es raro que al día siguiente alguien me reconozca por la calle o incluso en alguna cafetería. Que el mérito de Fernando, por supuesto, porque los que así me abordan no saben ni cómo me llamo, sólo que me han “visto en lo de Dragó”, además de un ejemplo de popularidad por delegación, es una prueba de que Fernando ha acertado y más en un país donde la cultura es la cenicienta de todos los medios y no digamos de la televisión, en la que, excepto en la época de Franco, no es lo corriente hablar de libros en prime time y a veces en ningún otro. Como ocurre en las dictaduras, la opinión pública no importaba y al no consultar los niveles de audiencia (que nunca favorecen a los programas culturales) se podía hablar de libros a cualquier hora. Eran los tiempos de “Tengo un libro en las manos”, de Luis de Sosa, que por cierto tenía unas manos grandísimas en las que cabían libros de anaquel y se perdían los de bolsillo. Había otro programa en el que participaban Esther Benítez e Isaac Montero; más paradojas: la cultura franquista estaba trufada de antifranquistas, en particular de comunistas, el espécimen político que mejor sabe acomodarse al poder. También por entonces debutó el propio Sánchez Dragó, que luego triunfaría en toda la línea durante décadas con “Negro sobre Blanco”, hasta que los zapateristas decidieron dinamizar el medio o dinamitarlo, que a los efectos es igual. A ellos el formato cultural que más les gusta es el café cantante; en esos locales los libros terminan siendo lo que son, un artículo de bajo consumo. En una economía y una sociedad liberales el “cliente siempre tiene razón”, cosa que no es cierta; ésa es la terrible paradoja en la que nos movemos y el precio que tenemos que pagar por la libertad de expresión. No hay más que oír a los escritores y traductores de los antiguos países del bloque soviético. A mi entender, y sobre todo en España, hay dos, mejor dicho tres cuestiones que, parafraseando un famoso libro de Emilia Pardo Bazán, merecen ser calificadas de palpitantes. Son el exilio cubano, las víctimas del terrorismo etarra y la “cuestión” judía. ¿Qué tienen en común los tres temas? Sin duda alguna el silencio obstinado con el que la izquierda envuelve cualquier iniciativa que les ayude a escapar del getto ideológico en que se les ha metido.
Abril, 2008.- Icíar Bollaín publica en "El País" una réplica airada a un editorial en el que este puntal del progresismo se une al concierto de denuestos contra el cine español con un artículo titulado “Si no hubiera cine español”, esperanzadora hipótesis que nos hunde en una fantasía ciertamente liberadora y que, parafraseando a Capra, se podría también titular “¡Qué bello es vivir!”. Así como la no existencia del protagonista de la película de Capra acarreaba una serie de consecuencias funestas para su familia y para la ciudad donde tendría que haber nacido, la inexistencia (o sencillamente la defunción) del cine español generaría una reacción en cadena de bienestar y prosperidad. Nosotros nos ahorraríamos muchos sinsabores y Hacienda, mucho dinero. Pero para Bollaín, si eso pasara no habría “más Volver, no más La Comunidad, no más, Lunes al sol”. Parece demasiado bonito: las televisiones podrían emitir cine de verdad, sin tener que dilapidar el 5% de sus ingresos ni nosotros el porcentaje, por muy pequeño que sea, de los nuestros (esto lo digo yo). Bollaín sigue avanzando argumentos tipo boomerang que hacen innecesaria cualquier crítica. Sin el menor pudor, admite que sólo un 13% o un 14% de espectadores ve cine español pero que si éste desapareciera, “se perdería un escaparate de nuestra lengua (¿?), de nuestra forma de ver el mundo”. Sí, claro, una forma ramplona y barriobajera para retroprogres irredentos. ¡Qué pérdida tan espantosa! Termina prediciendo que Medem, Querejeta y Trueba “acabarían dirigiendo las voces de Blanca Portillo o de Belén Rueda en doblajes de supuestas mediocridades norteamericanas”. Eso sí sería terrible, porque si algo caracteriza a un actor español, además de no sabe actuar, es su incapacidad para articular el español de manera medianamente audible. Con la honrosa excepción de los actores de doblaje, que son otra cosa. El cine español fue bueno en la época en que casi todo el cine que se hacía en el mundo era bueno y aun así andaba a la zaga. Ahora, cuando ni el cine americano es bueno, el cine español es sencillamente abominable.
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