Estamos tan acostumbrados a parafrasear títulos famosos que estoy segura de que algunos pensarán que voy a referirme a algún aspecto de la actualidad política. Hay muchos asuntos merecedores de este epígrafe, cierto, pero no voy a caer en la tentación de mencionarlos; que lo haga cada cual, por esa simple asociación de ideas que sugiere toda situación paradigmática, y la que recrea la novela de Dostoievski así titulada, que he tenido la ocurrencia de volver a leer últimamente al amparo de la gripe, lo es, y no precisamente de las más simples. Recordaré, grosso modo, su argumento.
El joven estudiante Raskólnikov asesina a una vieja usurera y tras un largo duelo dialéctico con un juez tan inteligente como perspicaz, y presionado por el amor que profesa, a pesar suyo, a su madre, a su hermana y a Sonia, una amiga prostituta, sucumbe a la culpa y confiesa. Raskólnikov no es un criminal corriente. Es un intelectual, un nihilista, un destructor, al cabo. Un superhombre "avant la lettre", que se siente por encima del bien y del mal y desprecia la sensiblería de la burguesía; por eso Nietzsche le consideraba uno de sus maestros. Raskólnikov entiende como perfectamente justificado, e incluso necesario, su crimen, pues con la muerte de la usurera, y según sus ideas, no sólo va a liberar a la sociedad de un parásito sino que aliviará la situación material de su familia y de su amiga Sonia.
Pero Raskólnikov es ruso, está dotado de cierta propensión al exceso y a la contradicción, y acaba viéndose incapaz de sostener la teoría que pretendía demostrar al mundo y a sí mismo con su acción: que el hombre es dueño de sus actos y no tiene que rendir cuentas a nadie. Visto lo cual, y volviendo al principio, creo que no es muy difícil sacar similitudes e incluso consecuencias.
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