Musil era matemático, y aplicaba a la literatura y a la moral (¿pero hay diferencia?) criterios muy rigurosos, más propiamente científicos que artísticos. De hecho, la estupidez, considerada como una cualidad del alma, en el sentido de "potencia" (atributo, dirían, equivocadamente a mi entender, sus traductores al español) es uno de los ejes principales que estructuran a "El hombre sin atributos", así titulada en español y reeditada en dos volúmenes y un estuche por Seix Barral en 2002, con ese criterio conservador de la edición española que consiste en repetir las mismas traducciones aunque sean farragosas y estén plagadas de errores, como es el caso, en particular en las dos primeras partes de esta obra.
Quienes han leído esta traducción hasta el final, dicen que cuando se hace cargo del texto Pedro Madrigal las cosas son más llevaderas, pero estén seguros de que si Musil no ha tenido más repercusión en España de la que su gigantesca obra se merece es por culpa de la traducción, pues conozco a mucha gente que, al no comprender nada del texto español, desistieron de iniciarse en el sapientísimo universo del escritor austriaco, con la consiguiente merma. Otros recurrieron al auxilio de terceros idiomas. Este ha sido, por fortuna, mi caso. Cuando vi que el libro se me caía de las manos y que algunos párrafos eran de una inconsecuencia que no se compadecía con los elogios y comentarios leídos y oídos en el exterior, entendí que, sin descartar una seria deficiencia intelectual por mi parte, tal vez debiera desconfiar de la traducción que ofrecieron Carlos Barral y sus muchachos a los expectantes lectores en sucesivas etapas: en 1965 y 1972 salieron los dos primeros volúmenes, traducidos por José M.Saénz; en 1973 el tercero, a cargo de Feliu Formosa y, por último en 1982, apareció el cuarto, con los textos póstumos traducidos por Madrigal.
Entonces, intenté leerlo de nuevo en la traducción francesa, obra ni más ni menos que del poeta Philippe Jaccottet (que, contrariamente a lo que la gente cree no es francés, sino suizo) y fue como si a un ciego le quitan las cataratas que le impedían ver. De pronto lo opaco tornose transparente y el texto fluyó y despertó mi agradecido entusiasmo, enmendando y fecundando mis asuntos, en hermosa metáfora quevediana de la lectura, y eso que Jaccottet no tuvo en cuenta la edición de 1977, como apuntó Madrigal con legítimo orgullo en la introducción a los textos póstumos y como se sigue diciendo en esta edición del 2002, sin caer la editorial en la cuenta de que en 1995 hubo otra edición en alemán, esta vez definitiva, cuyos hallazgos sí han sido incorporados las sucesivas ediciones extranjeras.
Es cierto que es un texto difícil, lleno de digresiones filosóficas, y una de las grandes "novelas-ensayos" de la literatura universal, por eso mismo su traducción merece un superior respeto, como ocurre con otras novelas de las mismas características, es decir, con la Recherche de Proust (decía George Steiner que éste y Musil eran los dos únicos intelectuales sistemáticos de entre los escritores de ficción), "La montaña mágica" de Thomas Mann o "Guerra y paz" de Tolstoi, aunque el citado Steiner no estaría totalmente de acuerdo con estas dos últimas atribuciones, en particular la que se refiere a Tolstoi, ni a Mann y a Musil les hubiera gustado nada que se les asociara de esta ni de ninguna otra manera.
Pero nadie practicó el ensayismo mejor que Musil. Con precisión matemática convirtió su novela en un verdadero laboratorio donde practicaba lo que llamaba "vivisección del alma", y de sus más conocidas cualidades: el amor, por supuesto, pero también otras que tienen que ver más con la sociedad, como por ejemplo la estupidez, a la que dedica numerosas páginas y sobre la que tiene luminosos hallazgos. Musil era un lobo solitario que sólo conoció cierta popularidad tras la publicación de los dos primeros volúmenes de su gran novela y, a pesar de que en sus diarios se vanagloriaba de haber fracasado a un nivel muy superior al de sus contemporáneos ("Mi fracaso es perfecto", escribió), pronunció algunas —escasísimas— conferencias en público, entre ellas la titulada "Sobre la estupidez", que sería también la última pues al año siguiente tuvo que huir de Viena a Suiza, donde murió de una congestión cerebral, cuatro años después.
En España se tradujo aquel texto (del italiano, por cierto) en aquella inestimable colección con la que empezó a ser conocida la editorial Tusquets, los "Cuadernos Ínfimos". En él Musil hace una distinción no muy diferente de la que ya había apuntado Flaubert, otro gran estupidólogo, en su "Tontario", entre la estupidez "honrada", que "sería casi agradable sino resultara irritante" y la "estupidez inteligente" (a la que cabría llamar también estupidez ilustrada o académica) que contiene elementos, o que juzga con elementos de elevada categoría mental. Es la que introduce equívocos lamentables, perpetúa errores y convierte los conceptos en preceptos.
Es la estupidez que se manifiesta y que se agita en revistas y universidades, es una "estupidez pontificia", con mucho la peor, la que según todos los especialistas en el tema (además de los ya citados, mencionaré a Paul Tabori, autor de una inacabable Historia de la estupidez humana, al historiador y economista italiano Carlo Cipolla, a Francisco de Quevedo, entre quienes dedicaron monografías a la estupidez) resiste tenazmente a cualquier intento de erradicación, aquella contra "la que los propios dioses luchan en vano" (Schiller dixit) y que es uno de los tegumentos de la sociedad pues, como dijo Musil, "si la estupidez no se asemejase perfectamente al progreso, al talento, a la esperanza, o al mejoramiento, nadie querría ser estúpido", o sea, que nadie querría salir en televisión, pongo por caso.
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