Quienes salen alegremente a la carretera en pleno temporal, haciendo caso omiso de los advertencias en contra y de los consejos de llevar al menos neumáticos especiales o cadenas, una vez que acaban atrapados por la nieve se lamentan y echan la culpa de lo que les pasa a las autoridades porque consideran que no les han informado lo suficiente y, además, les han abandonado a su suerte. Todo este drama se desarrolla con gran apoyo de los medios de comunicación a quienes encantan las tragedias climatológicas, como las llaman y no digamos ya de los partidos de la oposición que, con la impudicia propia de la misión que ellos creen que les han encomendado sus votantes, echan toda la culpa -¡y cómo no!- al gobierno de turno, sobre todo si es un gobierno de derechas.
Estas personas me recuerdan a la historia de ese hombre que muere ahogado porque se ha negado a abandonar su casa del valle, a pesar de las reiteradas advertencias oficiales de que su pueblo va a ser inundado para construir una presa, pues confía en que, en el último momento, Dios, de algún modo, acabará salvándole. Al llegar al cielo, muy decepcionado porque no ha sido así, Dios le dice: "Vamos a ver, te he mandado personas con altavoces para que te avisaran con tiempo de que salieras de tu casa; como no lo hiciste, te mandé un coche para recogerte antes de la riada y lo rechazaste, luego una lancha motora, para sacarte del agua, a la que no hiciste ningún caso y, finalmente, cuando estabas en el tejado, un helicóptero al que despreciaste, ¿y dices que no he hecho nada para ayudarte?"
Es evidente que la gente no ha entendido muy bien qué es eso del libre albedrío y deben pensar que se trata de algún ángel de la guarda o de algún guarda con superpoderes de ángel que les pone el Estado al nacer para llevarles de la mano. Todo, menos la facultad, supuestamente tan humana, de distinguir, más allá del instinto animal, aquello que nos puede salvar de aquello otro que, por el contrario, nos puede hundir.
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