Publicado en Libertad Digital, el 1 de abril de 2000 con el título de "Académica Palanca" (2ª crónica cultural de la sección Dragones y Mazmorras de una serie que partió el 25 de marzo y terminó con la crónica nº 262, en febrero de 2006).
La semana pasada ha sido pródiga en acciones culturales, que no actos. Por ejemplo, el 21 de marzo fue el Día Internacional de la Poesía, como lo oyen, y eso originó intervenciones puramente simbólicas, con más titular que contenido. Cuando una causa cae bajo la protección de la UNESCO, mala señal. O está perdida o acabará perdiéndose, asfixiada bajo su manto protector. Con esta institución internacional ocurre como con la verdad también institucional: que siempre es sospechosa. Hay día de la mujer trabajadora, del niño, del traductor, y ahora de la poesía. ¿Por qué no lo hay del hombre trabajador, del adulto, del autor o de la prosa? Muy sencillo, porque la sociedad les acepta con naturalidad y respeto. Pienso en cuando Juan Ramón Jiménez nos exhortaba a ser poesía y no poeta. Él no sabía lo peor, que eso podía dejar de ser competencia de los poetas para convertirse en objetivo de la UNESCO.
Precisamente el día anterior, y sin conexión alguna con estos fastos, Juan Manuel Bonet (director todavía del IVAM, a pesar de su tira y afloja con la Consejería de Cultura de la Generalidad Valenciana) presentaba en la Residencia de Estudiantes de Madrid su edición de la poesía completa del poeta sevillano Rafael Lasso de la Vega, en editorial granadina La Veleta: un grueso volumen de más de mil páginas. Le acompañaban Marcos Ricardo Barnatán y Luis Alberto de Cuenca. Lasso de la Vega es una especie de mitómano genialoide, que recorrió todo el arco de las vanguardias literarias. Bonet confiesa su vieja pasión por este «gran poeta menor» (Orwell se refería a Kipling como a un «buen mal poeta») y demuestra, de manera fehaciente, que la datación de muchas de sus obras fueron manipuladas por el propio Lasso de la Vega.
Por lo demás, no hay editorial que no tenga un lanzamiento estelar, que para eso está la temporada en sazón. Me refiero a auténticos fenómenos, como Antonio Gala o Arturo Pérez Reverte. Gente de la que vende de verdad, escriban ellos o su porquero. Porque sabrán que de este tipo de autores, tan envidiados, se rumorean cosas increíbles, que si utilizan negros literarios o si tienen taller como los antiguos maestros del Renacimiento y que por eso escriben tanto. No me consta personalmente que sea verdad, porque nunca me han hecho la oferta, pero a una amiga mía sí y dice que la indignó tanto que rompió su propia novela delante de los mismos que le proponían, previo sustancioso pago, que la firmara una celebridad que era incapaz de terminar una novela comprometida para un premio. Mi amiga se rehizo y llevó una copia al registro de la propiedad intelectual. Hace de esto cuatro años y no sé que la haya publicado…
A los premios quería llegar yo. Se han dado bastantes y más que se darán, pero hay uno en el que me he fijado mucho porque soy muy sentimental. Es el premio Harlequín de novela romántica (antes rosa) y se lo han dado a un historiador. Lo que son las cosas, los periodistas haciendo novela histórica, con el trabajo que cuesta documentarse, y los historiadores novela rosa. Pero dice Fernando Díaz Plaja, el feliz ganador, que no es nada fácil. Recordarán que durante los setenta los géneros literarios sufrieron una redifinición que hizo fortuna y aunque no se produjo la ruptura deseada por los sectores del estructuralismo más salvaje, hubo un cambio de jerarquías: nada era ya desdeñable y empezaron a tener cabida por primera vez en las más sesudas publicaciones estudios sobre Jules Verne, Robert L.Stenvenson, e incluso personajes de tebeo como Tintín y la Castafiori. En España fueron precisamente Andrés Amorós, con su tesis sobre la novela rosa, y Luis Alberto de Cuenca, con su interés por distintos subgéneros, quienes rompieron el fuego. No es de extrañar que figuraran en el jurado de ese premio, claramente pensado para dignificar una literatura ignorada por la crítica, pero que se ha llevado siempre la parte del león en cuanto al número de lectores. No he leído la novela ganadora, pero juro por Corín Tellado que lo voy a hacer, sobre todo después de enterarme del argumento. Es que no daba crédito. ¿No dicen que los principales lectores del género son mujeres y maduritas para más señas? Verán lo que les va a gustar una novela en la que una jovencita se liga a un catedrático y después de superar todos los obstáculos (¡pues faltaría más!) van y se casan... El argumento fetén, señores del jurado, sería el siguiente: Un catedrático otoñal que trae locas a sus alumnas, se larga con una de ellas, iniciando una escabrosa relación amorosa con mucho abismo generacional de por medio. Mientras tanto, la sufrida mujer del catedrático, que lo apoyó en los difíciles años de la oposición (a la cátedra, se entiende), decide luchar como una leona para recuperar a su marido. Cambia de imagen, adelgaza y se matricula en la universidad: la misma claro. Éste, al ver la afortunada transformación y cansado de trasnochar, recapacita e intenta volver con su mujer. ¡Demasiado tarde! Ella le pide el divorcio porque se ha ligado al mismísimo rector, un atractivo viudo. El título sí que sirve: Pasión en el aula. Esto es lo que les gusta a las mujeres maduras y no lo otro, a ver si se enteran. ¡Como se nota que el jurado estaba compuesto por hombres de mediana edad y algunos de ellos catedráticos! ¡Si va a resultar que al sesudo historiador no le ha costado tanto trabajo documentarse!
También la Academia Española de la Lengua ha estado estos días en la palestra. Después del desplante a Caballero Bonald (recuerden a Gregorio Salvador diciendo en La Linterna aquello de que los de la Academia son «muy, muy, muy», sin acabar la frase), los académicos han elegido para ocupar el sillón de Torrente Ballester a la historiadora Carmen Iglesias, que si no puede presumir de ser la primera mujer que accede a esta Academia, lo puede hacer de ser la primera que pertenece a dos, pues ya lo era de la de la Historia. Si Juan Valera levantara la cabeza no le espantarían los aviones, ni los rascacielos, ni los ordenadores, contingencias que su avispada inteligencia le permitían muy bien prever, pero se quedaría atónito al comprobar que, a pesar de todo lo que hizo porque eso no ocurriera, las mujeres están en las Academias. Me refiero al panfleto Las mujeres y las Academias que firmó con el pseudónimo de Eugenio Filogyno contra la candidatura a la Academia Española de Doña Emilia Pardo Bazán en particular, y de las mujeres en general. Eran otras épocas y lo que más preocupaba a esos preclaros varones no era la capacidad intelectual de las mujeres, que a trancas y barrancas admitían, sino el revuelo que iba a armar entre los venerables dinosaurios una «semoviente» presencia femenina y los insuperables problemas de protocolo y de infraestructura sanitaria que originaría. Carmen Iglesias, emocionada, y tras reiterar su agradecimiento a sus padrinos y su disposición a «trabajar en lo que la manden», dedica precisamente su nombramiento a la memoria de Juan Valera del que se declara rendida admiradora. Se lo debería dedicar a la de doña Emilia, creo yo.
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