Recinto ferial [1]
Clara de Luna
Los libreros rugen como los antiguos inquilinos de la Casa de Fieras del Retiro, el famoso parque madrileño convertido por unos días en recinto ferial. Se supone que deberían estar contentísimos porque según las estadísticas venden por un tubo y eso es lo que dicen a micrófono abierto. Pero como en el fondo son tan hipócritas como cualquier escritor recién premiado, en cuanto se han asegurado de que la alcachofa está desconectada y no vas a poder probar lo que dicen, ponen a caldo a su gremio, al de los editores, a los escritores, al Ayuntamiento, al Ministerio, a los organizadores, en fin, a todos los que precisamente les dan de comer. No se les ocultará que es por esto último por lo que no se atreven a decirlo a cara descubierta. ¿Y qué les disgusta a los libreros si la Feria es un emporio? Pues todo. Que si la lluvia, que es una lectora muy celosa, les estropea el género, que si los urinarios portátiles además de insuficientes, son un asco (aquí un excursus sobre el calor y el olor cuya transcripción les ahorro), que si las churrerías apestan, que si los chiringos y los cuentacuentos y las carpas les distraen al personal. En una palabra, que se quieren ir al Parque ferial Juan Carlos I que tiene mucho espacio para aparcar, está bajo cubierto y tiene una infraestructura sanitaria que te mueres, por no decir algo más soez, a fuer de apropiado.
Si mi madre no miente, hace ya muchos pero que muchos años, cuando todavía no existía el recinto actual, se celebró una edición de la Feria en la Casa de Campo, en un lugar especializado en ese tipo de eventos, y los libreros no se comieron una rosca. Es cierto que no se puede ni comparar con el de ahora pero no sé si la ciudadanía (perdonen, pero es el primer sinónimo que me viene a la tecla para no repetir lo del personal) sería capaz de trasladarse hasta ahí para comprar libros por mucho metro, mucho aparcamiento, mucho lavabo y mucha sucursal de la pastelería Mallorca que haya. Porque supongo, señores míos, que lo que pretenden ustedes es vender, que es para lo que sirven estos acontecimientos. Según el DRAE, una feria es «un mercado público en el que están expuestos los animales, géneros o cosas para sus ventas». En este caso los libros y sus autores. Ahí les duele a estos últimos y la polémica sobre la veracidad de las listas de los más firmadores ha llegado a un punto de acritud y suspicacia tales que la pregunta (im)pertinente de la feria es «¿tú firmas o escribes?». Pura envidia, dirán algunos. Sea, pero como dijo cierto autor despechado durante la edición anterior, «la lista de libros más vendidos es aquella en la que siempre están los demás».
«¡A vender, a vender y a firmar¡, dicen que cantan, muy zarzueleros, los escritores más afamados, a coro con sus afortunados editores, que se han gastado una pasta gansa en promociones copas y homenajes. Esto de los homenajes es el invento del año y está dando mucho juego. Me ha gustado mucho el de Vázquez Montalbán, que entre las risas cómplices de sus admiradores y amigos confesó que escribía «porque quería ser alto, rico y rubio» y que «los homenajes, los premios y el reconocimiento de los lectores me han hecho sentir alto y rubio». Fíjense que el astuto volátil omite lo de rico, prueba de que es el único deseo realmente obtenido. Pues suerte que tiene. Uno de los directivos de la Feria afirmó que con este homenaje «la Feria del Libro celebra su sentido de la libertad». Se refiere al sentido de la libertad de Vázquez Montalbán, por supuesto, quien como alto, rubio, rico y comunista que es, podía hacer algo por implantarla en Cuba, por ejemplo.
Elvira Lindo, por su parte y dentro del ciclo «Opiniones conduntentes», dice que está harta de que la vinculen con Manolito el gafotas. Que lo que quiere es dedicarse a la literatura pura, o sea a la novela. Su «oíslo» (término acuñado por Sancho Panza para referirse a los maridos cuyas mujeres les decían constantemente ¿oíslo?, es decir, en español de ahora: ¿me oyes?), el académico Muñoz Molina la anima a ello y le pide como lector (todo esto lo saco de El País, no crean que invento nada) «que vuelva cuanto antes al barrio de la novela, menos residencial pero más agitado que el del cine». Aunque mucho menos agitado que el de guionista de las Mamá Chicho y las Cacao Maravillao, su anterior avatar, según cuenta ella misma en «Ser compañera», su genial aportación al no menos genial manual de estilo de vida femenino publicado por Temas de Hoy bajo el original título de Ser mujer. A lo escrito me remito.
[1] 3 de junio de 2000
Estimada Julia:
La lectura de tu artículo ha hecho ha traído una cierta melancolía a esta mañana de moribunda primavera, al comprobar, por sucesión natural, cuál fue el destino de ese ochentero "¿estudias o diseñas?" tan cursi, tan pretencioso, tan urbano, tan moderno entonces, convertido según dices en un altivo "¿firmas o escribes?" para uso de escritores de alta editorial y bajo cóctel. A la vez te diré que tu lectura me ha puesto también una sonrisa, porque ese tono tuyo como de entonces (tan gamberro como ilustrado, tan sabido como jovial) ahora se ha perdido en la prensa, expurgado por una fatuidad postiza pringada de cutre ideología. Encontrarlo, pasados tantos años, causa un necesario regocijo.
Deja, sin ánimo de remendar nada, que añada algo, pues cree uno que hay, sin contradecir lo que apuntas, otra Feria incrustada en la Feria, como aquel reino invisible de los cuentos que sólo se deja ver cuando despeja un denso banco de niebla paramera venido de nadie sabe dónde. Cuando el inesperado conjuro se cumple, si saber ni cómo ni por qué, henos, todavía aturdidos, en una caseta de goma blanca que huele como a diesel de hospital, entre cientos de libros de idéntico sello cuyas portadas chillonas nos informan de que la psicodelia, en el tránsito entre reinos, se ha puesto de moda otra vez.
Llueve apenas fuera de ese marco que divide este libresco y extraño mundo entre la blanca pecera y unos pocos viandantes que caminan como retenidos por un ancla, a pasos lentos, pausados, la cabeza doblada hacia los libros pero con la mirada vacua, como de disimulo o catarata, propia de quien más que mirar está pensando sin ver nada. Pasa un hombre... se mesa las gafas... una mujer con un paraguas... se toca la nariz... tan despacioso el caminar que tememos que no salga nunca del marco... y así, doblando elásticamente la vista para seguir a la mujer en su eterna fuga, vemos, para nuestro asombro, que al otro extremo del mostrador se sienta un muchacho ante la pantalla de un ordenador (también hay ordenadores en este mundo). Encorvado sobre el ingenio, pesa sobre él toda la desgana de Occidente, como le pesa una chapa que viste en el jersey y que lleva algo así como el logotipo de una editorial. Como semejante gravitación no puede sino ser perniciosa, volvemos la vista al marco, que ahora está huero, y sólo los árboles enormes de la acera de enfrente lo ocupan, amén de un papel como de bocadillo que cruza el cuadro con la misma lentitud que la grey local, movido por una brisa invisible pero, a lo que se ve, agotada de nacimiento.
Y de pronto, siguiendo el cansino tránsito del papel, pasmo de los pasmos, nuestra vista para en un libro que, sí, lleva nuestro nombre. ¡Horror! ¿Acaso alguien se llama igual aquí? ¿Acaso estuvimos aquí antes y nada recordamos, efecto quizá de la extraña psicodelia de colores? ¿No es ese el título de una novela nuestra?
En las películas decentes, las de blanco y negro, el prota, llegados a este punto, se desvanece oportunamente presa del espanto o enloquece de por vida. Prefiero no decir aquí que siguió al fatal descubrimiento. Ni cómo salí de aquel reino de pesadilla. Uno, al fin y al cabo, todavía conserva un amago de dignidad.
Con afecto,
Jose Antonio Martínez Climent
Publicado por: José Antonio Martínez Climent | 14/06/2018 en 08:21