Corazonadas[1]
Clara de Luna
¿Se acuerdan de cuando se puso de moda hablar de la vida privada de los ministros? La culpa la tuvo Julio Iglesias, que trajo a España a la China, de nombre Isabel, de la que se enamoró como un enano Boyer, allá por los años ochenta: la vida privada de los políticos pasó de las últimas páginas de la prensa rosa a las portadas y de ahí a los periódicos supuestamente «normales», es decir de información general. El héroe moderno conoció un nuevo avatar que aún perdura y empezó a competir con los habituales vagos y mantenidas de la Costa del Sol. Luego le tocó el turno a Mario Conde a quien una opa hostil puso en órbita llevando al pueblo la terminología bancaria. Los banqueros, seres opacos, se vieron catapultados de un opazo a la pública opinión. Conde arrasó y así lo demostró con sus actos posteriores. Muchos fueron entonces los seducidos que darían hoy cualquier cosa por reescribir la historia. Pero los hechos son obstinados. ¡Ay si lo son!
Pues bien, ahora el nuevo gabinete Aznar, en particular el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, ha puesto de moda al funcionario. ¿Pensaban ustedes que un funcionario es un tecnócrata que ha hecho oposiciones para ordenar a sus subordinados que nos cierren la ventanilla en las narices? Pues se equivocan de lado a lado. Como ya sabíamos los lectores del boletín de la MUFACE (que supongo querrá decir algo así como Mutualidad de Funcionarios Españoles) gracias a la inefable y por desgracia ya inexistente sección de entrevistas «Función pública, afición privada» (que a mí se me antojaba entonces una espléndida definición del funcionario a secas) algunos servidores del Estado escriben o pintan, además de cumplir con su trabajo en cualquiera de sus numerosos destinos, y salen en los periódicos tanto o más que los escritores, a pesar de que éstos, con lo de la Feria, están de rebajas.
Una amiga mía, que es una entusiasta del Ministerio de Cultura y no se ha perdido una sola toma de posesión, estuvo también en la de Juan Manuel Bonet (el único del equipo que realmente no es funcionario) como director del Reina Sofía y me ha contado que en el museo no cabía un alfiler y eso que estaban en una sala grande de exposiciones. Ella, que todavía es algo progre, se asombró mucho de que todos juraran su cargo y ninguno prometiera sin darse cuenta de que jurar, sin pretender quitarle su carga de compromiso religioso que allá cada cual, tiene un dramatismo muy superior a prometer, acto que, aunque le fastidie al beaterio progresista, tampoco carece de connotaciones religiosas como se puede leer en el diccionario. Si no me creen, prueben ustedes a prometer por sus muertos que harán o dejaran de hacer algo. Verán que risa. Yo le pregunté a mi amiga por el director saliente, el «pajarito» (José Guirao para los no iniciados) –ya saben ustedes cuánto me gusta ese hombre– y me contó que estaba todo guapo y triste, y melancólico, pero digno[2]. Bueno, pues con este acto se ha cerrado el espectáculo mediático del portentoso equipo, al menos por ahora y creánme que lo siento porque ya está una muy harta de las declaraciones de esa gente de la que nos tenemos que ocupar habitualmente los del periodismo cultural.
Me refiero a los Javieres Marías y las Rosas Regases de turno, por mencionar a los que han tenido más protagonismo esta semana. Nada digno de mucha mención porque mira que se repiten, pero como siempre Rosita se llevó la palma. Ella, la señorita barcelonesa de izquierdas, se nos ha hecho pro madrileña hasta extremos casi molestos. Como que prologa (y edita) un libro titulado De Madrid al cielo, publicado por Muchnik editores (nada que ver ya con Mario Muchnik) con un texto que les insto a leer como muestra de peloteo y de topicazos. Tanta adulación no mitiga el crimen perpetrado por Alberto Corazón, el culpable de numerosos atentados estéticos en el campo del diseño editorial conocidos en el medio como «corazonadas». Pues bien, esta última es de infarto porque ha convertido lo que tenía que ser un atractivo volumen en una especie de de libro blanco o de anuario de alguna asociación benéfica sin muchos recursos.
Los autores de la antología están desconsolados, pero ni rechistan porque alguien se atrevió a sugerir algo a Rosa y ésta se puso como una fiera. ¡Y es que la idea de contratar a Corazón fue de ella! Según me contaron, hace ya años, el escritor chileno José Donoso tuvo una gravísima depresión por culpa de una cubierta de Daniel Gil. Era una novelita titulada Taratuta y el prestigioso diseñador había puesto el nombre del autor y el título de forma que se leían de corrido: «José Donoso Taratuta» y la gente creía que el título era el segundo apellido del autor. Los diseñadores no son conscientes del daño psicológico que pueden causar a un autor con una simple cubierta. A estos profesionales se les podría muy bien decir aquello que le soltó Godoy al conde de Aranda (no me pregunten a cuento de qué): «Habla usted de cosas que ignora, como si hubiera estudiado para no saberlas». ¡Imagínense lo que tienen que haber estudiado los diseñadores editoriales para obtener tamaños resultados! Asusta pensarlo.
[1] 10 de junio de 2000
[2] Como arrieros somos, ahora le vuelve a tocar el turno a José Guirao, con el que Sánchez ha enmendado de manera muy acertada, todo hay que decirlo, el gravísimo error de nombrar a un friki de la cultura, con el resultado que era de esperar.
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