Con la verdad por delante[1]
Clara de Luna
Recordará el paciente lector que hace unas semanas terminé mi crónica de la sociedad lectora con una referencia a la aportación de la sin par Elvira Lindo a una obra colectiva sobre las enormes ventajas y terribles dificultades de ser mujer. Pues sepan que acerté de lleno porque el tema, arrasa. No son uno ni dos los libros que están saliendo sobre tan apasionante tema sino un potorrón. Cito: Ser mujer, en Temas de Hoy, con colaboraciones de casi todas las que lo son. Literatura y mujeres, de Laura Freixas, en Destino, Mirada de mujer, de Paca Sauquillo, La Eva futura de Lucía Etxebarría, Cómo hablan las mujeres, de Pilar García Mouton en Arco/Libros (éste es bueno) en fin, una verdadera subida de progesterona editorial. Pero, ¡ojo! las apariencias engañan y a pesar de que somos mucho más sensibles, locuaces, auténticas y listas que los hombres, seguimos sin llegar al meollo del asunto que es mandar. Qué le vamos a hacer, las mujeres, fuera de nuestras casas, mandamos poquísimo y sólo se acuerdan de nosotras cuando hay elecciones. ¡Como que sólo un 20% consigue descollar en una cosa tan femenina como es escribir! (lo saco de Ser mujer). No entraré en materia pero no me resisto a transcribir lo que dice uno de los sociólogos más jaleados de El País. Me refiero a Enrique Gil Calvo, quien no se corta un pelo al sostener que el verdadero drama de las mujeres actuales consiste en que, por un lado, están hipertituladas (sic) y, por otro, infravaloradas laboralmente, entonces las pobres leen más para compensarlo y para demostrar en el metro, camino de la caja del supermercado, que son más cultas. ¡Que se lo digan a Antonio Gala y a Corín Tellado!
De mujeres lectoras habla esta semana en su columna babélica Haro Tegglen, quien se ampara en dos visitantes de la Feria del libro para demostrarnos dos cosas: 1) que, como buen marxista, sabe lo que es hacer una buena autocrítica y 2) que no le duelen prendas a la hora de recordar las que vistió antaño. Me explico: Haro cuenta que una de estas señoras le abordó en su caseta y le reprochó aquella vieja camisa azul que se enfundó, según él para mimetizarse con el paisanaje (tal como se vio obligado él mismo a reconocer hace un año con motivo de una polémica entre Javier Marías y los hijos de Aranguren sobre cómo vestían sus respectivos padres, cosa que aclaro yo por mi cuenta para los que no estén enterados). La segunda señora le comentó en un coloquio (también en el recinto ferial) que cuando tenía la tensión baja no podía leer sus columnas. Supongo que por si se desmayaba. Como este señor no es precisamente don Modesto no me trago tanta humildad, más bien yo diría que prepara alguna ofensiva cuya naturaleza se me escapa. O tal vez andaba simplemente algo flojo y gastó esa batería pesada para dar después su inimitable pellizco de monja, ésta vez dirigido al aristocratismo de los escritores que como Manuel Rivas o Rosa Montero se van a Londres a escribir (Haro dixit) mientras que los fieles obreros de la palabra, como él, nunca se apartaron del tajo, ya hubiera que ponerse la camisa azul de los vencedores o el laborioso mono de «Azules de Vergara». De todos modos, no hay proporción, así que atentos a lo que pueda pasar.
Por su parte, los editores, una vez vendida la cosecha, tienen ahora que empezar la siembra. Por eso las editoriales más eximias están haciendo públicas las bases de los premios de donde saldrán los libros que se venderán como churros en la próxima edición de la Feria. Algunos aspectos de la convocatoria se ajustan a la estricta realidad: extensión, lengua, ventajas y cuantía del premio, todo verdad, hasta que llegamos a lo fundamental: a los requisitos que debe reunir el concursante. Yo no soy novelista[2], ni lo quiera Dios, así que me atrevo a sugerir a los señores editores que no mientan, que luego se les pone la nariz como a Felipe González. Además, mira que es feo eso de mentir, y el mal sabor de boca que deja. Menos a los psicópatas, según leo en los periódicos, que al parecer copan el 20% de los puestos directivos de las empresas. No sean psicópatas, señores editores, y no despierten falsas esperanzas entre los postulantes a famosos. Yo comprendo que no se van a gastar ustedes un pastón financiando a un desconocido, incapaz tal vez de cumplir las expectativas (es decir, de publicar y publicar escriba o no), a no ser que sea jovencísimo y puedan ustedes destrozarlo a su gusto. Por eso, porque en este mundo de edición sin editores no hay premios inocentes, y menos si están bien dotados, les regalo, sin cobrar royalties, este sencillo y veracísimo modelo de convocatoria:
Variante A, premio revelación: menor de 20 años o equivalente (es decir presentador de televisión, futbolista, político o famoso ladrón de bancos), buena presencia, no importa sexo, dispuesto a desnudarse para las revistas y a firmar cualquier manuscrito que le presente su agente o su editor en el futuro (si es que tiene futuro).
Variante B, premio consagración: escritor consolidado, no importa sexo ni condición, con una ristra de premios que avalen su trayectoria profesional, capaz de publicar un libro al año como sea, que no despierte envidias ni en los más modestos y esté dispuesto a ser académico en cuanto se lo manden.
De esta manera todo quedará más claro. Muchos me dirán que se pierde la ilusión, pero piensen los ilusos en el dinero que se van a ahorrar en fotocopias. Y, para que no me acusen de pertenecer a la brigada de desmoralización, les anuncio que los editores han prometido que en su próximo congreso van a ampliar la definición de «libro». Para caldear el ambiente, han celebrado la semana pasada en el Centro de la Villa de Madrid un seminario sobre «El libro, el autor y el editor en el Siglo XXI». Los temas eran los siguientes: «Los derechos literarios electrónicos», «Los escritores y los editores en la red», Editores, autores, agentes: las nuevas relaciones».
¡Internautas, a prepararse!
[1] 17 de junio de 2000
[2] Les puedo asegurar que es falso.
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