Hoy, 14 de julio, se celebra la Fiesta Nacional de Francia y con mucho gusto iría a la Embajada a celebrarlo esta tarde, si no fuera porque ando en villégiature (término que procede del italiano, villeggiatura, o sea, estancia en el campo). Pues eso, que estoy de veraneo y aunque no estoy muy lejos de Madrid, y a pesar de lo obligada y agradecida que me siento hacia la République, me echa para atrás la calor que, sin duda, asola esa mi entrañable ciudad, máxime cuando, como sé por experiencia, el gran número de invitados contribuye a espesar el vapor que asciende del mullido y bien regado césped del jardín, por dónde se desparrama y solaza el personal, dificultando el desarrollo de mis ya de por sí mermadas facultades respiratorias. Pero me estoy perdiendo en lo infinitamente pequeño de lo privado y alejándome de la "grandeur" del momento. Grandeur que para mí, no reside en el hecho mismo de la toma de la Bastilla, que más bien me desagrada, sino en lo bien que lo superaron y cómo supieron seguir siendo esa gran nación que todos conocemos y muchos admiramos.
Entre las varias subversiones de la sacrosanta y al parecer intocable Revolución Francesa, la más inocua, por lo breve, farragosa e inoperante fue el cambio de calendario y, de refilón, el cambio de nombres de personas. Y sin embargo ese trastorno, ese quiebro hecho a la historia y a la continuidad de la misma es muy significativo, porque si se trata de acabar con todo lo divino y dar la vuelta a todo lo humano, qué mejor que terminar de una vez por todas con el cómputo cristiano del tiempo y empezar desde cero, y si de paso se arrambla con la deletérea tradición de poner a la gente nombres de santos, como era costumbre en toda la Cristiandad desde que la Iglesia lo hizo obligatorio tras el Concilio de Trento (1543-1563), pues aún mejor. ¿Se trataba de crear un nuevo orden social, no? Entonces, ¡viva lo peor!
El nuevo cómputo y su consiguiente cambio de calendario es más conocido que las novedades antroponómicas, en particular gracias al 18 Brumario del año VIII (en cristiano, 9 de noviembre de 1799) cuando Napoléon Bonaparte acabó con el Directorio, dando fin a la época revolucionaria. Tuvo curso legal el Año II y duró doce años, desde 1792 a 1806. Fue diseñado por el matemático Gilbert Romme y el nombre de los meses y los días se atribuye al vate Fabre d’Églantine, poeta mediocre a quien Robespierrre mandó a la guillotina, aunque no creo que fuera por eso, sino porque era así como acababa todo el mundo en la época. Los meses de otoño terminaban en ario (Vendimario, Brumario y Frimario) los de invierno en oso (Nivoso, Pluvioso y Ventoso), los de primavera en al (Germinal, Floreal y Pradial) y los de verano en or (Mesidor, Termidor y Fructidor), todo muy ecológico y muy pagano.
Pero lo que a mí más me fascina de esta historia es la repercusión que tuvo sobre los nombres de las personas, porque para acabar de una vez con la influencia del pasado, y sobre todo con la influencia de la Iglesia, a los niños les ponían los nombres de los días (cada mes tenía 30 divididos en periodos de diez) sacados a su vez de nombres de plantas, animales y minerales. El resultado de esa “increíble extravagancia”, como la calificó no recuerdo ahora quién, es que las criaturitas tenían que cargar toda su vida con nombres como Raiponce, Turneps, Chicorée, Nèfle, Cochon (Rapónchigo, Nabo, Achicoria, Níspero, Cerdo), para limitarnos a los 5 primeros días del mes de Frimario. Esta moda duró hasta 1803 cuando se reguló que sólo se pudieran poner a los niños y niñas nombres de personas célebres de la antigüedad o en uso en los diferentes calendarios. Como dice Lebel, “Han hecho falta muchos siglos para pasar del sistema medieval (nombre de bautismo individual + eventual apodo) al sistema moderno (nombre único o combinado con otros + apellido familiar”.
La antroponimia, rama pobre de la lingüística que estudia los nombres de personas, me ha parecido siempre algo apasionante y, casi por instinto, me he sentido atraída desde muy pronto por la resonancia de esas advocaciones que identifican a las personas y nos hablan de sus orígenes, su nacionalidad, su cultura. Sin mencionar las connotaciones literarias que cada nombre tiene, por eso leo con deleite (Dios me perdone) algunas necrológicas detalladas de los periódicos: la combinación de filiaciones directas, laterales y colaterales, los nombres dados a la progenie, no sólo fechan lo que ahí sucedió sino que son el pórtico de una novelería sin fin.
Seguir la evolución de los nombres de las personas que han habitado los diferentes países es hacer un recorrido por su historia, por las sucesivas oleadas de migraciones, invasiones, conquistas y reconquistas, los poderes de clase, las influencias sociales, religiosas, etc. En suma, un recorrido apasionante y difícil, lleno de trampas, como ocurre también con la toponimia. No son muchos los lingüistas que se han dedicado a ello, y cada vez lo serán menos porque es un estudio out line, en el que hay que vacunarse de la alergia al polvo de archivos… una alergia muy extendida en nuestra época entre historiadores y eruditos.
Entre esos paladines de la filología figura el anteriormente citado Paul Lebel, autor de "Les noms de personnes", colección Que sais-je?, Presses Universitaires de France, 1949, rescatado de una estantería durante uno de mis viajes alrededor de mi biblioteca. Se trata de una publicación sobria, con el paupérrimo papel de la época, pero con un exquisito olor a tinta y el atractivo añadido de poseer un exlibris de su anterior propietario (o de uno de sus propietarios): “Dr Collado, Marqués de Cubas, 11 teléfono 22 15 33”, otra novela, sugerida esta vez por ese número de abonado telefónico, tan alejado ya en el tiempo. Los nombres analizados son todos franceses y está circunscrito a Francia, pero la pauta de estudio que establece es exportable a otras áreas geográficas de Europa. Aunque apenas dedica media página al avatar revolucionario, es ahí en donde me he inspirado para redactar esta entrada. ¡Cuánto trabajo por hacer y cuán dignamente lo ha realizado en su momento el profesor Lebel!
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