CRIMEN Y CASTIGO[1]
Cuando alguien sugiere que está por escribir la intrahistoria de la industria editorial contemporánea es casi un chiste contestar que ya está escrita: se titula Crimen y castigo. El vergonzoso episodio que, supuestamente horrorizados, contemplamos ahora, protagonizado por una de las presentadoras más cursis y refitoleras de la televisión, daría para varios capítulos. Digo «supuestamente», porque todos se escandalizan mucho pero la existencia de esa abominable práctica editorial es un secreto a voces. No me refiero a contratar a escritores para redactar memorias o biografías de personajes más o menos célebres de nuestro tiempo que, o no saben o no quieren escribirlas ellos mismos. Ésta es una práctica habitual, importada de los países anglosajones, que no conculca los derechos de ninguna de las partes contratantes y que se hace a nombre descubierto, con la anuencia de todos. No, a lo que me refiero es a los asuntos sórdidos relacionados con la explotación del talento y del trabajo ajenos, práctica tan antigua que si se conociera documentalmente (y a veces se conocen) a los protagonistas, habría que reescribir algunos capítulos de la historia de la literatura universal.
Por ejemplo, todos sabemos que Gregorio Martínez Sierra, dramaturgo y traductor de fama durante las primeras décadas de este siglo, no fue el verdadero autor de las obras que firmaba. La autora era su mujer, María de la O Lejárraga, que aunque ahora está muy reivindicada por las feministas, no por ello he visto que se hayan ocupado de que se enmendara el error en ningún repertorio bibliográfico. En Francia pasó algo igual con Colette y su marido Willy, un sinvergüenza que utilizó un sinfín de negros. Pero Colette era mucha mujer y consiguió que se reeditarán los libros que él le fagocitó, esta vez firmados por ella. Y así podríamos seguir enumerando leyendas y ejemplos, como la del taller de Alejandro Dumas que actuaba en plan maestro del Renacimiento, dando el toque final que convertía la fatigosa labor de sus asalariados en fructífera obra de arte. La diferencia con la época actual está en la inferior categoría de los esclavistas y la superior calificación contractual de los negros.
La situación ahora empieza a ser preocupante con tanto escritor en potencia buscando un hueco en alguna parte. De poco sirve que se les advierta que ese mundo en el que pretenden anidar es un lugar peligroso e inestable, un mundo en el que antes de ser hay que estar y después permanecer. Desde luego hay diferentes formas de conseguirlo, aparte de metiéndote a presentador de televisor o a cómico de la legua: primero hay que escribir, después publicar y por último, estar atento a miles de cosas que pueden resultar fastidiosas pero que son indispensables como hacer la ronda de las editoriales, visitar las redacciones de los periódicos, presentar libros a los amigos, y acudir a unos cuantos y estratégicos actos culturales. Todo, menos presentarte por tu cuenta y riesgo a un premio literario. Pero la culpa no la tienen ellos, la culpa la tienen las editoriales que convocan los premios bajo unas condiciones tan ambiguas que es normal que levanten falsas esperanzas en los escritores más ingenuos. La trampa, no se les habrá escapado, está en el término «escritores», a secas, cuando deberían añadir «consagrados» o «famosos» o mejor aún «cuyo último libro haya alcanzado un venta mínima de tantos miles de ejemplares». Porque es un secreto a voces que algunos afamados premios no son sino encargos –y bien quisiera yo que me lo encargaran algún día– pensado para escritores (buenos o malos), con los que la editorial está segura de no patinar a la hora de amortizar el cuantioso desembolso. Y si aún así, a veces patina, ¡cómo van a arriesgarse a promocionar a alguien que no ha publicado nada en toda su vida y cuya trayectoria posterior no está garantizada! Hay que haber demostrado muchas cosas para merecer un premio, y todavía más para merecer a un negro sabrosón. ¡Cuántos escritores, muy rodados si publicaran con su propio nombre no venderían ni un solo ejemplar! Pero merced a un pacto, que no por legal es menos diabólico, lo pasan a la firma del genio durmiente y el aborregado público agota todas la ediciones que tengan a bien presentar. El mundo es «ansí», y lo peor es que lo hemos hecho todos nosotros sin excepción: escritores, editores, críticos y lectores. Un mundo inhabitable.
[1] Libertad Digital, 31 de octubre de 2000
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