La Gaceta de los Negocios, mayo de 2001.
Muchos de mis mejores amigos son taurinos. Son personas normales, a las que respeto y quiero. Algunos incluso despiertan mi admiración por muchos conceptos. Casi todos llevan una vida relativamente satisfactoria. En la mayor parte de los casos realizan su actividad profesional con éxito y algunos ejecutan labores delicadas, que exigen mucho tacto. Unos cuantos son poetas, pintores, escritores, en una palabra, artistas.
Como supondrán nuestras relaciones son buenas. Podemos discutir sobre si el arte contemporáneo es realmente contemporáneo o la cosa más antigua del mundo. Si Galdós escribía mejor o peor que Baroja o si Valle Inclán les da mil vueltas a ambos. Si el patrimonio cultural español es el primero de Europa o habría que considerar a Italia a la cabeza, y si la zarzuela merece tanta consideración como yo sostengo que merece.
Pero son pequeñas discrepancias sin importancia y en general nuestros gustos coinciden. Incluso compartimos fobias, como por ejemplo un soberano desprecio por ciertos programas de televisión, por los pedagogos aficionados que se empeñan en destruir la educación, y por todos esos nostálgicos revenidos que no aguantan admitir que no todo tiempo pasado fue mejor sólo porque ellos lo protagonizaron cuando jóvenes.
Pues bien, este equilibrio se rompe cuando llega el verano. De pronto, irrumpe en nuestras relaciones un factor que no debería de existir, pero que por desgracia existe y que nos coloca de forma imperiosa, de distintos lados de la barrera (nunca mejor dicho). Me refiero a los toros. Todos los años, a estas alturas, lo repito: no me gustan los toros. Me parecen un espectáculo desagradable y, en contra de lo que argumentan mis amigos, bastante cobarde y degradante. Yo vivo enfrente de la plaza de las Ventas, y al ver el comportamiento de los así llamados aficionados, más me parece que estuvieran de parte del animal que del hombre, pues sólo se animan cuando vituperan la mansedumbre del toro o la cobardía del torero o cuando rugen de supuesto terror ante una cogida –cuanto más grave mejor- como si lo que realmente necesitaran ver fuera sangre de hombre, no de toro.
Sin embargo, cuando salen de los toros, incluso después de una corrida de trepidantes emociones (es decir, de cogida), el público muestra un aspecto cansino y apagado. No quiero que se piense que me estoy quejando de que el sangriento espectáculo no genere violencia, como argumentamos erróneamente los no taurinos (me niego a decir antitaurinos), pero la actitud de los aficionados me desconcierta o, como decían los marxistas-leninistas de mi época, me rompe los esquemas.
No veo en ellos ningún respeto ante el sacrificio del animal, tampoco ese júbilo por el triunfo del hombre sobre la bestia al que aluden algunos mitómanos, ni pasmo alguno ante la «música callada del toreo», tan jaleada por Bergamín y otros poetas taurófilos. Al final, todas esas cosas tan bonitas se quedan en vulgar carnicería, fácil victoria en una lucha desigual, y estruendo de charanga y pasodoble que no genera violencia, pero tampoco valentía y ni siquiera predisposición al arte. No así el fútbol, que, aunque pretende estimular una sana competitividad, en realidad despierta en sus aficionados los peores instintos: tribalismo, xenofobia, nacionalismo y otro argumento en su contra, el horrendo vocabulario que lo rodea que contrasta con el que se extrae de los toros, que es bellísimo. El que un espectáculo cruento, como los toros, genere apatía y otro deportivo, violencia callejera, se debe, creo yo, a la paradoja de sus respectivos simbolismos.
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