Henri Michaux era un hombre solitario, independiente y mordaz, a quien la mescalina y otras drogas habían aguzado los sentidos de manera especial, acrecentando su sensibilidad hacia “las grandes pruebas del espíritu y de las innumerables pequeñas”, como tituló uno de sus libros, traducido por Francesc Parcerisas. Porque Michaux es un autor bastante difundido para ser un escritor “de culto”. Al español le tradujo primero –tenían amistades e inclinaciones estéticas comunes– Jorge Luis Borges, aunque tengo que decir que el resultado de la traducción no fue muy afortunado, si es que era obra suya, porque según confiesa él mismo en una pequeña autobiografía que lei hace poco, muchas de las traducciones que firmaba, las hicieron en realidad su hermana y su madre. Pero esto es otra historia y me aparta de mi relación personal con la literatura de Henri Michaux y lo que me resulta atractivo en ella: su causticidad, su sobriedad, su agudeza y ese sentido del humor que nunca termina de estallar del todo en una carcajada estridente. Aunque depende. Esa fluctuación entre un dramatismo larvado y una ironía que Octavio Paz calificó de saturnina –humor negro, para enterarnos– me sedujeron de manera especial y me plantearon serios problemas a la hora de no simplificarlo demasiado –explicándolo– cosa que a él le hubiera espantado y, debo decirlo, con razón, porque en ese difícil equilibrio entre lo dicho y lo callado, se establece su zona de plena influencia, su auténtico reino. Para terminar, aquí van unos fragmentos que he escogido de mi traducción para demostrar todo lo anterior:
“Conserva el ectoplasma necesario para ser “su” contemporáneo”
“No dejes que nadie escoja tus chivos expiatorios. Es asunto tuyo. Si coincide con el chivo expiatorio de otra persona, o de cientos de personas, cambia de chivo, no puede ser el tuyo”.
“El lobo que comprende al cordero está perdido, morirá de hambre, no habrá comprendido al cordero, se habrá equivocado con el lobo y le queda casi todo por conocer sobre el ser”.
“No es el cocodrilo el que tiene que gritar: ¡Cuidado con el cocodrilo!”
y esta muestra de su dominio del “glíglico” o “gíglico”, esa lengua ficticia que consiste en utilizar palabras sin sentido, con una construcción sintáctica totalmente correcta, de la que hay sobrados ejemplos en literatura:
“Cuando amerriguéis bastros de clivetes, aunque le reje a la calafeta, ¡venid glitones, venid chalados y lovogramas, la hora de la Orca ha sonado, gran Lustafú!”
Y, por último, este texto escalofriante, verdadera obra maestra de un género muy de moda actualmente: el “microcuento” :
“Era tan triste el rostro del transeúnte desconocido que venía hacia mí, que en los pocos metros que tardó en llegar, grabó en mi rostro dos arrugas profundas… duras arrugas marcadas con toda su miseria desalentada y de las que ya no puedo deshacerme.
“Desde entonces, mi vida, moldeándose a mi pesar sobre esa marca de un pasado terrible, ha cambiado, y transcurre entre gente cansada y miserable dónde, mezclado a dramas demoledores que no me estaban destinados, me hundo y me pierdo… por haberme dejado sorprender un día en la calle por un rostro tocado de la más profunda desgracia.”
Extraido de "Miserable milagro”, discurso de recepción del Premio Stendhal de Traducción, Vasos Comunicantes Nº 22, pp. 45-48, primavera 2002.
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