Recetas para escribir hay tantas como escritores, y todas ellas acertadas. De las que he leído u oído me quedo con dos. La primera es del escritor británico Walter de la Mare. Se la atribuye a un personaje de su novela "Memorias de una enana, traducida al español por María Luisa Balseiro: «Tomar un cuartillo de sangre propia, mezclarlo con un frasco de tinta y una cucharadita de lágrimas». La segunda es del escritor, también británico, Robert Graves, a propósito de su libro de memorias "Adiós a todo eso" (uno de los títulos de libro más logrados de la literatura universal). Dice Graves que en todo libro de memorias deben encontrarse los siguientes ingredientes: fantasmas, crímenes, suicidios, guerras, amores y comidas. No es difícil encontrar en una vida como la suya, que floreció entre las dos guerras mundiales, los cuatro primeros ingredientes. En cuanto a los dos últimos diré que están al alcance de cualquiera y que cuando son auténticos, resultan los más interesantes.
Por eso las memorias escritas por delegación fracasan estrepitosamente: siempre fallan amor y comida, algo cuyas connotaciones no se pueden transmitir por encargo. Pienso en particular en esos personajes ágrafos cuya vida se supone ejemplar porque son ricos o coyunturalmente famosos, y que intentan hacerse una memoria como quien encarga un traje al sastre: «quíteme ese sueño de aquí», «estas traiciones me quedan un poco anchas», «me sobran algunos hijos». Además de equivocarse al pensar que sus vidas puedan resultar interesantes, tienen la burda idea de que lo que han ordenado que se escriba se recordará como la verdad. Si a Chateaubriand, que escribía para la posteridad, nadie le creyó una palabra de lo que contó sobre su vida, ¿quién creerá mañana a unas personas que, ya hoy, «publicaban» para ayer?
(Publicado en Rinconete (CVC), el jueves 4 de marzo de 1999)
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