Acabo de enterarme de la muerte de Eduardo Arroyo y lo he sentido muchísimo. Durante una época, solíamos vernos y coincidir en algunos cenáculos. Cuando trabajé en Mondadori publicamos un libro suyo, tronchante, como él era, titulado "Sardinas en aceite", que espero rescatar alguna vez de los vericuetos de mi abarrotada biblioteca.
Siempre recordaré una cena en la Embajada de España en París -creo que fue en el 89- donde estuvimos juntos, codo a codo, lidiando con Régis Debray, a mi izquierda, y a su derecha una famosa editora parisina cuyo nombre no recuerdo ahora, que no paraban de decir paridas sobre España y nosotros les respondíamos con suculentas y provocadoras paradojas. Aquello nos hermanó muchísimo, así como el evidente descubrimiento de que ambos habíamos sido alumnos del Liceo Francés de Madrid, él unos años antes que yo, pero eso no excluye la complicidad, y más en tierra extraña. Compartíamos otras bestias negras, como la insoportable y muy proetarra, aunque excelente hispanista, Florence Delay.
Precisamente, tras aquella velada, se puso enfermísimo y estuvo al borde de la muerte. Cuando volvimos a encontrarnos, un año después en Madrid, ya en Mondadori, Eduardo estaba totalmente recuperado y me dijo que estaba seguro de que en aquella cena le habían envenenado. Arroyo era ocurrente, divertido, brillante en todos los sentidos y no hubo una sola parcela del arte y de las letras en la que no destacara de esa manera tan especial que le hará inolvidable.
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