Publicado en Cambio16 el 20 de mayo de 1987, con el título de "El anarquismo de un olvidado 'bon vivant'".
Hace veinticinco años fallecía en Madrid el periodista gallego Julio Camba, un maestro de la inteligencia y la concisión, y un ejemplar artifice de lo que significa escribir cuando no hay más remedio que hacerlo para comer.
Cuando se proclama la Segunda República, Julio Camba acaba de regresar a Madrid de Nueva York, vía Galicia. En Madrid, en el Hotel Palace, que sería su residencia en los últimos años de su vida, lo encuentra Josep Pla, todo contento porque está convencido de que sus antecedentes -ese anarquismo suyo de juventud, alegre y confiado- y el haber vivido tanto tiempo en el extranjero, haber visto tanto mundo, le califican más que a otros para ser nombrado embajador, por ejemplo. Mucho más que a ese paisano suyo, “esa especie de chalado que ni siquiera sabe francés”, como dice Camba refiriéndose a Valle Inclán, pues de él se trata.
Porque Camba, allá en la prehistoria de su vida, había sido anarquista y hasta le llegaron a echar de Buenos Aires por levantisco y peligroso. Además, no deja de proclamarlo siempre que puede. Cuando llega a Madrid, tan joven, ya está en la capital Paco, su hermano mayor, con el que todos confunden -como muy bien sabe Antonio Odriozola- su fecha de nacimiento y alguna que otra obra. Ese hermano pesado y pretendidamente serio pero que en realidad es un frívolo.
Pero para que las cosas queden claras, Julio se apresura a decir, parodiando a Azorín: “Yo soy un pequeño anarquista que tiene un pequeño hermano tonto”. Sí que era anarquista, a pesar de que Cansinos Asséns pretendiera que sólo era una postura estética porque en realidad le gustaban demasiado la buena vida burguesa y las “señoritas esbeltas”, esas que inventó Penagos, como si eso fuera incompatible.
Con el correr de los años, Camba se sincera con Pla y le cuenta que el anarquismo de su juventud fue “una forma de individualismo e independencia impracticables.” Hasta que, al fin, un día, harto ya de trabajar para la causa en los periódicos “idealistas” que le mataban de hambre, descubre, con la agudeza que le caracteriza, que la mejor manera, la única factible, de entregarse al individualismo anárquico es trabajar para los periódicos “bien pensantes”, que son los únicos que pagan con regularidad.
No hay duda de que su mercenaria actitud conduce, indefectiblemente, al sarcasmo que, en aquella época, no se sabe por qué, se llamaba humorismo, cuando, como dice Julio Camba “el humorista es el que cuenta chistes en un escenario para hacer reír a la gente”, nada más lejos de la púdica actitud vital de este cronista que se caracteriza por devorar, en silencio, en la soledad de su cuarto de adulto, las risas y los llantos ajenos. Y el sarcasmo conduce al escepticismo: “La nuestra fue una generación de tránsfugas, de descreídos y, por tanto, de escépticos -dice Julio Camba- porque la transmigración ideológica y sentimental produce el escepticismo total.”
Camba escribió durante toda su vida infinidad de artículos en infinidad de periódicos que se han ido recogiendo en infinidad de libros, y los que saben dicen que quedan centenares de ellos -de artículos- desperdigados por las hemerotecas. Todos ellos tenían la particularidad de prescindir por completo de eso que conocemos como “noticia”, pues no le importaban los acontecimientos, si no los ambientes, Va de corresponsal al extranjero, recorre Europa y “allá a su frente, Estambul”. A Estambul le manda “La Correspondencia de España”, “Corres” para los amigos, para que cuente lo que pasa en los Balcanes, cosa que, por supuesto, se guarda mucho de hacer. Cansinos refiere que su envidiable capacidad para perderse en los detalles -la chispa de la literatura- le valió la ira del director del periódico y su cese fulminante. A este último no le gustó nada la extraña manera que tuvo Camba de contar lo que pasaba en Constantinopla, en particular, su pormenorizada descripción de un baño turco -y mucho menos la mordaz réplica del masajista otomano cuando, al preguntarle Camba por esas tiras negras, largas como gusanos, que le sacaba de sus carnes, poco acostumbradas a la maceración, le contestó: “Eso, señor, es su catolicismo”.
Y es que a Camba lo que más le interesaba del mundo es lo que pasa sin dejar huellas tangibles, esto es, la vida, no los grandes acontecimientos históricos, ni las piedras: entre una catedral y la levita que lleva el gerente del hotel donde se aloja, él declara preferir mil veces la levita. Y porque prefiere la levita describe -eso sí, con fría pasión- casos y cosas con una agudeza y una penetración psicológica totalmente intuitivas, en un estilo condensado, recortado, concienzudamente pensado, pero involuntariamente elaborado.
Porque Camba es un original. En ello reside la clave de su éxito y de su frescura. Al parecer, estaba obsesionado con la originalidad. No leía nada, ni periódicos, ni libros. Consideraba que la lectura era peligrosísima para un escritor, lo peor a lo que podía dedicarse alguien que pretendiera ser leído por sus contemporáneos. “El escritor -decía- debe huir de la lectura como el gato del agua caliente” si quiere evitar el omnipresente plagio, ese azote del intelectual, ineludible, fatal, siempre al acecho, flotando en el aire. Según Julio Camba, son más devastadoras las consecuencias de los escritos ajenos cuanto más sensible sea el sujeto lector. Por eso considera que es preferible decir majaderías originales que cosas sensatas que floten en el aire. “Sólo el escritor que se pasa la vida descubriendo la pólvora, tiene alguna probabilidad”. No es sólo Pla quien se refiere a esa peculiaridad de Camba, que tanto dice a su favor - ¡qué extraño caso de honradez profesional, un periodista al que no se le puede achacar ni un solo refrito, espejo de cronistas, modelo de escritores, auténtico ácrata, esto es, sin mezcla ni mancha! - también lo dice Pedro Sainz Rodríguez que hasta su muerte presidió “Los Amigos de Julio Camba”, en Casa Ciriaco. El ilustre académico -con admiración y respeto infinitos- habla de su incontaminada escritura -no leer nada escrito por otros- que Camba llevó hasta sus últimas consecuencias, hasta el punto de que cuando veía a algún escritor comprando un libro o, aún peor, leyéndolo, afirmaba encontrarse ante un caso de suicidio profesional. Aludía a la “triste necesidad de ser original” que le condenaba de tan cruel manera a su sola, su única, su exclusiva compañía escrita. Quizá por eso no es demasiado fácil encontrar precursores de Camba, como tampoco de ese otro gran original, Ramón Gómez de la Serna, ni encontrarles tampoco sucesores.
Efectivamente, su literatura no tiene precedentes. Es el único caso de escritor no vocacional que, padeciendo una auténtica aversión a la literatura y a los literatos, estaba, sin embargo, singularmente dotado para ejercerla. Lleno de ideas, carente de retórica, conseguía una prosa descuidadamente pensada, divertida, pero no graciosa, sarcástica, pero no amarga. Una prosa satisfecha de sí misma, oronda y perfilada. Pero hay más, porque Julio Camba era un caso perdido para la orden de la pedantería andante. No sólo no le gustaba leer, según él para mejor escribir, si no que tampoco le gustaba hacer esto último.
Pedro Sáinz Rodríguez llega a asegurar que si hubiera tenido dinero no habría escrito ni a su madre y muchos son los testimonios que corroboran que lo que realmente le gustaba era la pereza, el ocio y todos los placeres derivados de estas dos espléndidas y fecundas actitudes vitales. Cuando Sainz Rodríguez le ofreció un sillón en la Academia, le contestó que prefería que le diera un piso, pero en realidad lo que le pidió fue un puesto de farero en San Sebastián para estar siempre de vacaciones. Hasta su físico era indolente: pequeño, grueso, ligeramente sonrosado, carrilludo y barrigudo (también lo era Ramón), iba bien vestido, le preocupaba el dinero -según algunos en demasía- y hay quien le vio regatearle a una puta de medio pelo unos céntimos en la calle Peligros. Le gustaba comer y Pla dice que su restaurante ideal era aquel al que podía ir sin utilizar demasiado bicarbonato, lo que parece razonable. Todos sabían que cuando no aparecían artículos suyos en los periódicos era porque las cosas le iban bien, lo que equivalía a decir que estaba invitado en alguna parte.
A pesar de ser algo rabelesiano, sus costumbres eran relativamente morigeradas. Cuentan quienes le conocieron que hacía lo que le daba la gana, se levantaba a las seis de la tarde, le gustaba pasear, a veces con un perro; que no era nada vanidoso y que nadie le había visto nunca escribir (“es algo demasiado íntimo”, decía). Le gustaba Portugal y era feliz en Lisboa. Prefería la ciudad al campo y era moderadamente gallego, en el sentido de que, aunque le gustaban mucho las ostras, despreciaba los nacionalismos facilones y se reía tiernamente de sus paisanos, a quienes les molestaba mucho que se declarara ciudadano del mundo.
Ni escritor, ni lector, ni periodista. ¿Qué era entonces Julio Camba? ¿Un pensador? Bueno, más bien eso que los optimistas llaman un desmoralizador, un planteador de paradojas, un detector de estupideces, un único en su propiedad de ser único, que gozó en vida de una inmensa popularidad y que ahora, veinticinco años después de su muerte – y aunque él dijera que “la muerte es una especie de ascenso”- es un gran olvidado. Y es que Julio Camba empieza y acaba en sí mismo. Con él la historia se congela: Camba es el precursor de Camba.
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