(La Gaceta de los Negocios, 19 de noviembre de 2001).
Recuerdo que, de pequeña, un ex alumno despechado apuñaló por la espalda a uno de nuestros profesores. No era más que un episodio de la historia criminal, pero si nos impresionó tanto no fue sólo por nuestra corta edad y la consiguiente falta de referencias (había poca televisión y muy censurada) si no porque conocíamos a la víctima. Esa proximidad nos implicó de manera especial. Habían matado a uno de los nuestros y aunque todos los días murieran miles de personas en todas partes del mundo, ninguna muerte nos parecía más cruel que aquélla.
Es un sentimiento instintivo, tribal, que se debería expresar con entera naturalidad sin tener que excusarse ni apelar constantemente a razones humanitarias de índole general, porque, además de éstas, hay otras más particulares que, por razones tan injustas como inexplicables, sólo se respetan cuando conciernen al Tercer Mundo o a determinadas comunidades, como si el nuestro careciera de señas de identidad y de referencias religiosas y culturales que llevarse a la boca. Tal parece que palabras como patria, lengua y religión, y los sentimientos que nombran, fueran de uso exclusivo de países pobres o de minorías y que nuestro único cometido consistiera en proteger las patrias, lenguas y religiones ajenas, pidiendo perdón por amar y utilizar las nuestras.
En España hemos llegado a un grado de aberración absoluta a este respecto, pero también en Francia se ha abierto la caja de Pandora y cada vez son más las regiones que, en pos de Córcega, ceden a lo que Joseph Mace-Scaron, en un libro que acaba de aparecer en Francia, llama con gran acierto “la tentación comunitaria”. Lo hacen, claro está, mediante una interpretación torticera de la historia (de eso sabemos mucho nosotros) o bien elevando un idiolecto a la categoría de lengua. Emmanuel Le Roy Ladurie, autor de una historia de las regiones de Francia comentó en una entrevista reciente: «Bastante problema tenemos con el inglés como para que los chavales tengan además que aprender el corso o el vasco». Pues no saben lo que les espera.
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