Ante la pérdida de memoria de los ancianos y su secuela de olvidos que, con razón, tanto preocupan y angustian a sus familiares, conviene tener en cuenta que tal vez esa desmemoria les sirva, o incluso la utilicen deliberadamente, de anestésico para protegerse de los recuerdos y sus secuelas afectivas, desprenderse de sus ataduras y prepararse para el despegue.
En las travesías borrascosas -y la vejez lo es- hay que deslastrarse de lo que te impide marchar, como cuando en un viaje en tren, al arrancar, te has olvidado ya de quienes se quedan en el andén, llorando y agitando la mano. Son ellos los que sufren, tú bogas.
En mi libro "La asamblea de los muertos" (Pre-Textos, 2000), presentaba a la muerte como un extraño y lejano país al que habrá que acudir en algún momento, una región de soledad y de sombras dónde, como en las antiguas posadas españolas, sólo encontraremos lo que llevemos puesto. Por eso, sus protagonistas, los muertos, se reúnen en asamblea general aleatoria, para, de sorpresa en sobresalto, abrirse paso entre los meandros de la muerte, intentando descubrir si en realidad esa muerte es una vida o si la vida es una muerte.
Y al sugerir que hay vida después de la muerte, sólo he querido apuntar la posibilidad de que si, como creían los celtas, la muerte es la mitad de una larga vida, ésta también se extinguirá y -lo sugirió Séneca- la muerte acabará definitivamente con la muerte.
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