Un amigo mío está convencido de que lo que está sucediendo últimamente en el mundo se debe a la oposición Plutón-Saturno. Según él dicha oposición es sumamente desfavorable para el orden y el concierto. Saturno representa precisamente esto último y Plutón es el signo de la más negra conspiración. Ya habrán entendido el simbolismo. Suponiendo que tenga razón, y no lo rechazo, me pregunto si, del mismo modo que se puede alterar el código genético, se podría alterar también el curso de esos astros que, al parecer, nos condicionan de forma tan cruel. ¿Se imaginan a los científicos del mundo entero dedicándose a esa manipulación astrológica? Me temo que sería bastante más peligrosa a escala mundial que la genética y que daría origen a ingeniosos debates sobre el azar y la necesidad.
Precisamente hay una novela de ciencia ficción que leí hace mucho tiempo sobre este tema. Era de Philip K. Dick y se titulaba Lotería solar. Trataba de un mundo en el que el sistema solar estaba regido por un juego de azar («la botella») por el que se elegía al presidente del sistema, llamado el «Gran Presentador». No soy una especialista en Ciencia Ficción pero pude serlo, porque durante una etapa de mi vida anterior devoré cantidades ingentes de material estelar. Hace muchos años me deshice de mi colección, pues ocupaba un lugar en mi biblioteca que entonces se me antojó engorroso. Ahora me arrepiento, como suele suceder en estos casos, porque en la literatura futurista siempre se encuentra la clave, a toro pasado, de los acontecimientos presentes (habrán apreciado mi soltura para desenvolverme en la cuarta dimensión) y porque así podría contarles con más acierto el argumento de ese libro que tanto me impresionó en su momento.
Yo creía que había echado el cierre sobre esa etapa de mi vida, pero no es así, sobre todo cuando la realidad te ofrece tantas ocasiones para remitirte a esas Casandras que fueron el propio Dick, Ballard, J.G., Ursula K.LeGuinn o Zelazny, Roger, mucho más agoreros y fatalistas que los autores clásicos del género, es decir Ray Bradbury, Isaac Asimov o Arthur C. Clarke, quienes, en cambio, eran mejores escritores; de hecho nunca me desprendí de las obras de estos tres últimos. Lo que no podría realmente afirmar es si son lecturas apropiadas para tiempos macabros. Yo diría que, más bien, son una ingeniosa y provocadora alternativa para épocas de prosperidad y equilibrio o, a lo sumo, para tiempos de guerra fría. Nada resulta más placentero que leer una de estas novelas en un entorno seguro y confortable, protegidos de los horrores que se describen en ellas y que nos resultan inverosímiles en el mundo real.
Por eso creo que el pánico que provocó Orson Welles al emitir como broma de Halloween La guerra de los mundos el 30 de octubre de 1938, no fue debido tan sólo a la perfección de su arte, si no tal vez a que el rumor de botas y sables que se empezaba a oír en Europa estaba ya lo suficientemente cerca como para que sus oyentes no se tomaran a la ligera ninguna invasión, aunque fuera de marcianos. En cualquier caso, ahora me ha resultado estremecedor leer en uno de los pocos libros de ciencia ficción que conservé (La literatura de Ciencia Ficción, de Juan José Plans), que aquella famosa noche una mujer entró en una iglesia gritando: «Nueva York ha sido destruido; es el fin del mundo. Ya podéis ir a casa a morir. Lo he oído por la radio».
Publicado en Libertad Digital (Dragones y Mazmorras), el 28 de octubre de 2001, un mes después del 11S.
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