Libertad Digital (Dragones y Mazmorras), 10 de noviembre de 2000
Los lingüistas saben muy bien la diferencia que hay entre calco y préstamo. Parece innecesario, pero nunca viene mal recordarlo: se llama calco al término que pasa, tal cual, de una lengua a otra, y préstamo al término adoptado sobre el que la lengua receptora ejerce una elaboración acorde a sus características fonéticas y morfológicas. Las razones por las que se calca o se toma prestado un término de una lengua dada suelen ser de prestigio, de dominio o de ambas cosas, como ocurrió con el francés durante tantos siglos en el mundo de la cultura y de la diplomacia y como ocurre ahora con el inglés en nuestra sociedad de la tecnología y de la información.
Los calcos y los préstamos, junto con las palabras derivadas y las palabras compuestas, configuran eso que en lingüística se conoce como “neologismo” y que tan estupendamente nos ha explicado don Valentín García Yebra en multitud de artículos. Porque una lengua es un organismo vivo, siempre en marcha, que aglutina y construye y que cuando tiene que nombrar cosas nuevas se inspira generalmente en la lengua que las ha inventado. Algo parecido ocurre con la literatura, hasta el punto de que, así como el león es cordero digerido (esta metáfora no es totalmente mía pero en este tipo de artículos no se ponen notas a pie de página) la literatura es lectura digerida, pero no engullida.
Digo todo esto para explicar la diferencia apabullante, casi insalvable, que hay entre copiar descaradamente párrafos enteros de algo imaginado, haciéndose pasar por su creador, y utilizar lo ya investigado y desarrollado por otros sobre un tema concreto para incorporarlo al propio discurso con fines divulgativos. En este caso todos pecamos, yo misma lo estoy haciendo en este momento al incorporar formulaciones ajenas, imprescindibles para explicar hechos y procesos reales, alejados por completo de la imaginación y de la opción estética que supone la creación de una novela o de un poema.
A poco que sigan la actualidad cultural caerán en la cuenta de que me refiero a la acusación de plagio que un redactor de El País atribuye a Luis Alberto de Cuenca. Dejando de lado lo ridículo de que se le pueda comparar a la Innombrable -cosa que se hace explícitamente en el citado artículo- sólo la mala fe, o el amarillismo pueden justificar esta denuncia que lo único que denuncia es un oportunismo o un afán inquisitorial muy propio del medio. El Secretario de Estado para la Cultura ha replicado de la única manera que permite el mundo de hoy, emplazando al ofensor a los tribunales. Esto, en el siglo pasado (me refiero al XIX) se habría solventado con un duelo. Cansinos Asséns contaba en sus memorias que "La profesión de periodista está expuesta a los lances de honor y hay que saber manejar la espada y el sable por si llega el caso de batirse". Por eso en su periódico, La Correspondencia, La Corres para los amigos, había una sala de esgrima con ese exclusivo fin, como ahora puede haber un saloncito para tomar café.
Digan lo que digan, la frase “nos veremos en los tribunales” no se puede comparar ni en belleza ni en eficacia con la de “nos veremos en el campo del honor”, como muy bien sabe Juan Manuel de Prada, gran conocedor de la época. Luego vienen los padrinos, median, y a otra cosa. Sólo el temor a las represalias me impide fabular aquí la gloriosa escena que podrían protagonizar el susodicho y su denunciante, Javier Marías, apadrinados por sus respectivos editores o agentes literarias.
Pero esto es ciencia ficción, aunque no del mismo tipo de la que se habló en Utopia, Festival Internacional de Ciencia Ficción que se celebró del 24 al 29 de octubre en Nantes (Francia) y donde España tuvo un protagonismo destacado. Porque aunque no se lo crean, en este país de realismo inveterado, la ciencia ficción está de moda y hay un nutrido grupo de escritores que se dedican a ella con denuedo desde los años 80, intentando desmarcarse de la influencia americana, cosa difícil pero no imposible. El plato fuerte fue la noticia de que se va a traducir por primera vez al francés una obra de ciencia ficción de un español. Se trata de la novela de Juan Miguel Aguilera, La locura de Dios. Otros nombres que sonaron fueron los de Julián Díez, director de la revista Gilgamesh, Javier Negrete, Rodolfo Martínez, autor de la novela Cyberpunk, Armando Boix y Rafael Marini.
Hace poco la editorial madrileña Clan ha publicado un libro titulado Cuentos futuristas, escrito por una serie de autores españoles de anticipación de principios del siglo XX cuyo buen hacer deja claro que los cimientos estaban echados. Se trataba de seguir por ese camino. Y ya que hablamos de literatura digerida, estos jóvenes escritores de ciencia ficción deberían saber que ellos pueden (y deben) nutrirse de los autores extranjeros pero sin olvidar que estos últimos en realidad también se lo deben todo a Cervantes.
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