Es evidente que desde el 11 de septiembre de 2001 el mundo pareció enmudecer de repente. Como si fuera cierto (que no lo es) que no se puede hacer literatura después de una gran tragedia, hubo un periodo de desconcierto, pronto superado por numerosos escritores, porque no sólo se puede, sino que hay que implicarse en la realidad circundante. Lo que era imposible es que ese desbarajuste que se creó, ese precipitarse por el sumidero de la historia no se reflejara de alguna manera en lo que se escribe, novela o ensayo, la poesía la echaremos de comer aparte. Ni los escritores más exquisitos escapan a dicha influencia. Otra cosa es que sepan o no compaginarla con la capacidad de detenerse y de perderse en detalles que podrían considerarse superfluos pero que, muchas veces, contienen, ellos solo, toda la tragedia del momento; no entiendo que haya que volverse ramplón o callarse porque estén pasando cosas terribles a nuestro alrededor, o mirar a otro lado y tocar simplemente el violín. Proust no tuvo empacho en incorporar la política suscitada por el affaire Dreyfus a su obra sin que la narración perdiera un ápice de su ritmo intimista y poético ni sus palabras se devaluaran por ello. Hay otros ejemplos en la literatura universal pero no me extenderé en ello. Lo que hizo Proust, lo hace también Houellebecq; sin pretender hermanarlos, pues este último pertenece a otra filiación literaria; ambos supieron comprometerse con su época, sin renunciar a su quehacer literario.
Serotonina es la sexta novela de Houellebecq y, como todas, ha desatado las risas y la admiración de unos y la indignación y los improperios de otros, en particular de los progres, como siempre ocurre en su caso, siendo este uno de sus grandes atractivos. Su tema recurrente es, como en todas sus novelas el amor, encarnado en su aspecto más sexual, según la más rancia tradición francesa. De hecho, todo lo reduce al amor, incluso en su repaso final a la gran literatura europea su conclusión es que los grandes intelectuales, los grandes literatos, toda esa gran cultura del mundo personificada por Thomas Mann, Marcel Proust, incluso “ese viejo imbécil de Goethe (el humanista alemán tendencia mediterránea, uno de los más siniestros necios de la literatura mundial), no han aportado ningún beneficio moral, ninguna ventaja, puesto que todos ellos, en realidad ante lo que se querían prosternar era ante un chocho húmedo o una picha erguida, según sus preferencias personales”.
Así están las cosas de mal para el protagonista de esta novela, de nuevo un cuarentón -edad en la que, a pesar de haberla superado él ampliamente, el autor ha fijado la decadencia del macho de la especie, y no digamos ya la de la hembra y que comparten todos los protagonistas de sus novelas. De fracaso en fracaso, su personaje, profesional cualificado, como todos (aquí, ingeniero agrónomo y funcionario del Ministerio de Agricultura, en Ampliación del campo de batalla, ingeniero informático, biólogo en Las partículas elementales, profesor de Literatura en Sumisión, fotógrafo de arte en “El mapa y el territorio”), arrastra su depresión por toda la geografía francesa, huyendo de su vida y de su entorno, aunque la novela arranque en España (país que admira y en donde situó su alucinante novela, “La posibilidad de una isla”), concretamente en su amada Almería, con una insospechada defensa de Francisco Franco, al que considera un visionario y un “auténtico gigante del turismo”, cuyos logros -dice el narrador- son estudiados hoy en las Escuelas de Turismo de Suiza y en Harvard y Yale.
Llena de grandes frases lapidarias y provocadoras (“Odiaba París, esa ciudad infestada de burgueses eco responsables. Tal vez yo también era un burgués, pero no eco responsable, circulaba en un 4×4 Diesel; quizás no haya hecho gran cosa a derechas en mi vida, pero al menos habré contribuido a destruir el planeta.”), de logros descriptivos y costumbristas de gran calado, no puedo dejar de señalar que, como en todas sus novelas, incluso en las mejores que para mí son “Las partículas elementales” y “Sumisión”, los episodios sexuales son patéticos y ramplones, tanto desde el punto de vista literario como erótico, pero es un peaje que hay que pagar si se quiere seguir esa huida a ninguna parte que emprende el narrador, Florent-Claude en pos de una felicidad que, como toda felicidad, no es más que añoranza de algo que no se supo saborear en su momento. Drogado hasta las cejas con una sustancia tóxica, el captorix que toma para superar su depresión y su frustración moral, sexual y profesional, le sube la serotonina y otras hormonas francamente perniciosas para la supervivencia, al tiempo que le anula su función eréctil. Houellebecq, en busca de su pasado sentimental, nos pasea, como en otras novelas, por la periferia de las ciudades, los centros comerciales, las marcas multinacionales, la gastronomía, el turismo rural, de una Francia en franca decadencia, poblada de fantasmas de su pasada grandeza.
Alma perdida, Florent-Claude, vaga por las tinieblas exteriores de una civilización abocada a la ruina de sus principios más elementales -el episodio del condiscípulo noble, empeñado en resucitar los tiempos y los procedimientos agrícolas del pasado, que acaba en masacre, es, como ocurrió con Sumisión, otro fulgor premonitorio de Houellebcq, esta vez no de la islamización de Francia sino del malestar social de los “chalecos amarillos”). Rod Dreher, autor del libro “La opción benedictina”, en una reciente entrevista, para poner un ejemplo de la incapacidad de nuestro mundo para ofrecer significados, califica a Houellebecq de profeta, “un profeta de la civilización después de Dios”. Y yo me pregunto ¿en qué abadía, en qué convento o ermita tendrá que acabar pidiendo asilo este admirador de Huysmans, esta encarnación posmoderna y destructora del eterno spleen contenido en la mejor literatura francesa, para seguir soportando la irrealidad inmediata?
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