Convencida de que la única subversión posible en esta sociedad de cobardes es el uso reiterado de lo políticamente incorrecto, les doy la bienvenida a esta velada en la que pretendemos celebrar el ingenio quevedesco y su insobornable incorrección, molesta incluso en tiempos más libres que los que nos está tocando padecer. El marasmo en el que ha quedado estancada la lengua por la tiranía de lo políticamente correcto es tal, que la impide retroceder y por lo tanto avanzar, de manera que en una época en la que se peca sin recato de pensamiento, obra y omisión, el único pecado realmente punible y penado es el de la palabra. Se ha llegado a tales extremos que es natural que el ingenio se paralice y el vocabulario se reduzca.
La corrección política, si explícita, doblemente ridícula. Hace no mucho oí en la radio, en menos de un minuto, pedir perdón a los oyentes alemanes por bromear sobre lo difícil que nos resulta a los españoles pronunciar sus nombres (cosa que es cierta) y a los cazadores por haber utilizado la expresión “el cazador, cazado”. Los ejemplos son infinitos y esto nos lleva a inferir que la lucha contra lo políticamente correcto es, en definitiva, una lucha contra la estupidez, y que está, por lo tanto, igualmente abocada al fracaso. Schiller en “Guillermo Tell” dijo: “Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano”, frase que Isaac Asimov utilizó como título en una de sus grandes novelas de Ciencia Ficción (“Los propios dioses”).
No es de extrañar, por lo que supone de desafío, que ese tema haya tentado a muchos autores: a Flaubert quien, junto a sus amigos, entre ellos Maupassant, celebraba todos los 23 de febrero la San Policarpo, invocando a este mártir para que les ayudara a soportar la estupidez que les había tocado vivir con la santa paciencia con la que él se enfrentaba a la necedad de la suya diciendo aquello de ¡Dios mío, Dios mío, en qué época me has hecho nacer. Flaubert con su “Diccionario de Tópicos” y su Tontario, echó los cimientos de esta incierta ciencia de la estupidología, siendo su momento estelar cuando “Bouvard y Pécuchet”, sus dos humildes y simplones copistas retirados, tras estudiar a fondo la sabiduría de su época, “adquirieron la penosa facultad de descubrir la estupidez y no poder soportarla” y se pusieron a elaborar el Tontario, momento en el que Flaubert eligió para morirse, mira tú por dónde.
También cayeron bajo la fascinación de la estupidez Canetti, Robert Musil, Thomas Mann (“¡Hay tantas clases de estupidez! y seguro que la inteligencia no es la mejor de ellas; distinguir la estupidez de la inteligencia a veces constituye un auténtico misterio”, le dice Hans Castorp a Settembrini en “La Montaña mágica”), Alberto Savinio, Simon Leys, Nicolás Gómez Dávila (“Nadie es importante muchos años sin convertirse en un estúpido”) incluso Raymond Aron pensaba escribir un ensayo sobre la estupidez. Y por supuesto, los clásicos -desde la más remota antigüedad- aunque, para ceñirnos al tema de la tarde, citaré a Quevedo: “Todos los que parecen estúpidos lo son y, además, la mitad de los que no lo son lo parecen”. Quevedo, que en su “Origen y definición de la necedad” no dejó necio sin su correspondiente epíteto: “Necio albar; caballero aventurero de la necedad; necio de tres suelas; necio con balcones a la calle; necedad con capuz, necedad a prueba de mosquete; necedad aventajada y no sigo porque están recogidos en este Diccionario que ahora presentamos.
Y como la estupidez cambia de tema en cada época para que no la reconozcan, en esta que nos ha tocado vivir se disfraza de corrección política, por lo que propongo que lo “políticamente correcto” sea llamado lo “estúpidamente correcto” pues esa es la epidemia ante la que nos enfrentamos, lo que nos lleva a un tercer aspecto que caracteriza a esta lucha, el pensamiento reaccionario.
Si se analizan los autores que “han luchado en vano” contra la estupidez -algunos de los cuales he citado- veremos que no destacan precisamente ni por sus tendencias izquierdistas ni oficialistas, porque aunque el progresismo se siente también muy tentado por la estupidez, no es para combatirla, sino para halagarla e incorporarla a sus filas como garantía de fidelidad. Entonces, como dice Gómez Dávila, “El pensamiento reaccionario irrumpe en la historia como un grito monitorio de la libertad concreta, como espasmo de angustia ante el despotismo ilimitado a que llega el que se embriaga de libertad abstracta” (Breviario de Escolios, Atalanta, 2018).
Reaccionario como último reducto de la libertad… tal vez esa sensación fue lo que le hizo decir a Leon Daudet en un momento de exaltación: “soy tan reaccionario que a veces se me corta la respiración", o a Álvaro Mutis rememorar la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1453 como el acontecimiento luctuoso más reciente del que todavía no se había podido reponer. Sólo al mencionarlo es a mí a quien se le corta la respiración.
Y tras echar mi cuarto a espadas, y antes de dar paso a los demás participantes en esta presentación: el Marqués de Tamarón, José Antonio Martínez Climent y el público que nos honra con su presencia, quiero mencionar tres cosas que me relacionan personalmente con Quevedo, además de mi admiración, en particular por su obra poética, dos son positivas y la otra lo es menos.
Las positivas son, primero, que en 1981 recibí el premio de poesía Francisco de Quevedo del Ayuntamiento de Madrid. La segunda que, con mi amiga, la hispanista francesa Aline Shulman, traductora de Cervantes, Santa Teresa y El buscón de Quevedo hablamos mucho de las peculiaridades de este último, llevando ella siempre la razón. Y la negativa, que Quevedo se opuso a la candidatura de Santa Teresa de Jesús (sostenida por Lope de Vega) como Patrona de España y apoyó la de Santiago Apóstol que fue la que ganó. Las tres cosas unen mucho.
Los insultos, bien usados y en el momento oportuno, pueden ser una maravilla. Por lo demás son palabras como cualquier otra, aunque tienen la intención que tienen, que también puede variar por el tono con que se pronuncian...
Publicado por: Luis MP | 20/03/2023 en 17:04