Como gran admiradora que soy de la obra de George Steiner, me he alegrado mucho de que le dieran el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Los finalistas eran personalidades de la cultura, sin duda alguna meritorias, pero ninguna tan apropiada como él para este galardón. Eso, si aceptamos que los galardones no son más que una sanción social a una trayectoria notable. Lo que ocurre es que la politización ha contaminado todo y los premios han acabado perdiendo su ejemplaridad y su excelencia, para convertirse en una baza política. Por eso a todos nos ha defraudado un poco que no se lo hayan dado a Fernando Savater, quien, indudablemente, no puede compararse a Steiner como pensador (¡y no digamos ya Antonio Mingote –a quien admiro profundamente– o los periodistas Salima Ghezali y Michmik!). De todos modos, queda el consuelo de que le den el premio Príncipe de Asturias a la Concordia lo que sería incluso más eficaz, porque Fernando Savater, que como tantos progres pecó en el pasado de connivencia y simpatía hacia las causas nacionalistas (quien esté libre de pecado que tire la primera piedra), se ha convertido ahora en su látigo y su valiente actitud está siendo fundamental, para que muchos despistados (en particular en el extranjero) sepan quienes son los verdaderos enemigos de la libertad de expresión en el País Vasco.
Los premios ocupan un lugar especial en este mes de mayo. En mi calidad de cronista cultural asistí la otra noche a la entrega del premio de periodismo César González Ruano a Gregorio Salvador. El premio lo concede la Fundación Cultural Mapfre Vida y esta es su vigésima sexta edición. Las ceremonias de estos premios son muy lucidas: la cena es de gala y se celebra en los elegantes comedores del Hotel Ritz de Madrid. Lo único que deslució el acto fue la ausencia del premiado que estaba recuperándose (felizmente) de una repentina enfermedad. Su mujer, antigua profesora del Instituto madrileño Lope de Vega, leyó el discurso que el reputado filólogo tuvo tiempo de escribir antes de caer enfermo y con el que daba la réplica a Antonio Mingote. Tengo que confesarles que a pesar de que en la sala había tantas personalidades sobresalientes del mundo de la cultura como arañas en los plafones, ni Antonio Gala, ni José Hierro, ni Juan Manuel Bonet, ni tantos otros, me causaron tanta impresión como uno de los invitados con los que compartí mesa y mantel en la magnífica sala. Se trataba de Miguel Pardeza, ex delantero del Real Madrid (creo que de la quinta de Butragueño) y luego ex delantero del Zaragoza. Cuando se marchó de este equipo fichó por El Puebla (México) y ahí estuvo hasta que se retiró del fútbol, en 1999. Mientras tanto, Miguel terminó la carrera de Filología y está haciendo ahora su tesis sobre César González Ruano de quien sabe absolutamente todo, como pude comprobar a lo largo de la cena, pues sin necesidad de mirar ni una vez el contenido del libro de González Ruano que, siguiendo la tradición, nos regalaron (en esta ocasión se trataba de Mis casas) Miguel Pardeza identificó todas y cada una de las 23 casas que el destacado periodista habitó de 1903 a 1953, a lo largo y ancho de la geografía europea.
El haber conocido a este futbolista ilustrado me ha hecho concebir alguna esperanza sobre la regeneración de la cultura, tan deteriorada por ciertos estamentos profesionales, supuestamente más cultivados, que militan en ese frente (como se decía en la jerga marxista) y cuya acendrada estulticia ha dado pie a iniciativas cirquenses como la de esa lectora francesa, Marianne Cantacuzène quien, según cuenta «Le Monde» va a atravesar Francia durante cinco meses y medio (sic) leyendo El Quijote. Lo que no sé es en que lengua impuesta lo va a leer si en español, en francés o en catalán
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