Texto prácticamente íntegro de mi intervención en la presentación del libro de José María Marco, El verdadero amante. Lope de Vega y el amor", en la librería Tipos infames, de Madrid, el miércoles 13 de junio de 2009.
Agradezco a José María Marco que haya confiado en mí para apoyarle y acompañarle esta tarde, junto a Gabriel Albiac y Guillermo Graíño para presentar este libro que supone una vuelta a sus orígenes intelectuales y a sus estudios literarios, vuelta que me niego a calificar de tardía, por eso que decía Galdós en Misericordia de que “no llega tarde quien a casa vuelve”. Este retorno de Marco a la casa de la literatura ha sido de lo más natural, acostumbrado como está a escribir bien, y a tratar todos sus libros, del tema que sean, de una forma amena y colorida.
A pesar de que José María me dijo, sin duda para hacer más liviana mi tarea, que no preparara nada ni perdiera el tiempo en su persona ni en su obra, yo, como es natural, no le he hecho caso porque hay que preparar las cosas, aunque luego salgan mal y, si no un texto escrito, hay al menos que tener un guion en la cabeza. Por supuesto que no se trata de leer la obra íntegra de Lope de Vega, como esas personas que, en la víspera de un viaje a un país cuya lengua apenas dominan empiezan a repasar sus rudimentos, lo que me recuerda aquello que le dijo Stendhal a Mérimée cuando éste le comentó, a los cuarenta y tantos años, que iba a aprender griego: “Pero ¡cómo! ¡Estamos ya en plena batalla, es el momento de utilizar las armas, no de pararse a leer el libro de instrucciones!”
No me he leído, pues, en estos pocos días, toda la obra de Lope de Vega, labor ingente que sólo llevé a cabo fragmentariamente en el pasado. Me he limitado a leer el libro de José María, cosa que ya había hecho con anterioridad, y que ha refrendado las razones por las que Lope de Vega me parece uno de los escritores más impresionantes e imprescindibles del siglo de Oro, ese dilatado periodo de tiempo que, de acuerdo con lo que me enseñaron, se extiende desde la publicación de la gramática de Nebrija en 1492, hasta la muerte de Calderón de la Barca en 1681. Ni más ni menos que dos siglos, en los que se embuten una pléyade de talentos, entre los que destacan, por orden cronológico, Santa Teresa, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina, Quevedo y Calderón de la Barca. Ahí es nada.
Hace poco, el Marqués de Tamarón preguntó en su bitácora a algunos escribidores especialmente maniáticos qué autores considerábamos sobre e infra valorados. Parece fácil contestar a eso, pero no lo es, “quien lo probó lo sabe”. Aunque al final no lo hice, estuve tentada de mencionar a Lope de Vega entre los segundos. Y esto me obliga a compararle con Cervantes. Yo no digo que el Instituto que representa nuestra lengua por todo el mundo esté mal llamado porque lleve el nombre de Cervantes, pues lo merece, pero pienso que habría tenido literariamente más sentido que fuera Lope de Vega, autor más completo y rotundo en todos los sentidos. Pero claro, aquí bregamos con la proyección internacional y la difusión de las obras por el hecho mismo de la traducción, que siempre es interpretativa y en esa época más, y que es la única razón por la que Cervantes, concretamente a través de las traducciones del Quijote al francés y de ahí, hasta bien entrado el siglo XIX, a los demás idiomas, llegó a ser el autor más conocido en lengua española en el mundo entero, y sigue siéndolo.
Aunque la poesía, como el drama y la música, son lenguajes universales que hablan de sentimientos elementales, comunes a todo tipo de personas, sean cuales fueren sus experiencias y sus costumbres, y llegan a los adentros de esas personas, conmoviéndolas o indignándolas, la poesía barroca española, tropieza a veces con otros aspectos que pueden resultar harto extraños a lectores de distintas culturas y religiones. La dificultad estriba, en particular, en lo que el otro día me comentaba José Jiménez Lozano respecto a este asunto. Había leído en John Donne una apreciación sobre la poesía española en la que éste se extrañaba de que hubiera una metáfora sobre un clavel que surgía de una herida. Sin duda, esa metáfora, su fuerza, su simbología, era demasiado católica para el poeta protestante inglés, sin merma de su eficacia expresiva y de la admiración y la impresión que le produjera.
Aparte de esas imágenes inquietantes, hay muchas otras que calan hondo porque apelan a conceptos graves, serios, como la muerte, la eternidad, la fugacidad del tiempo y, el amor, en el caso de Lope de Vega, John Donne o Shakespeare. Tópicos, de acuerdo, pero nos traen a todos de cabeza. Respecto al amor, en el intenso y enamorado texto que Marco ha escrito sobre su adorado Lope de Vega, queda claro hasta qué punto el escritor español sobresale en esta materia. En él, más que en ningún otro, se agota el tema del amor, como en Quevedo se agota el del insulto y el desprecio, aunque afortunadamente, es más la prevalencia del amor en Lope de Vega que la del escarnio en Quevedo, lo que habla mucho en favor del amor.
Respecto a mis preferencias lopianas, refrescadas y refrendadas por la lectura de este libro, son, como se debe, arbitrarias y subjetivas. Por ejemplo, agradezco y encarezco a Lope de Vega la defensa de la candidatura de Santa Teresa como Patrona de España (en lo que fue secundado por Cervantes), en contra de Quevedo que defendió, con más fortuna, la del Apóstol Santiago. Admiro su fecundidad literaria, su trayectoria vital, de la que José María Marco, de comedia en comedia, de amada en amada, rinde cuenta admirablemente, como corresponde a su maestría literaria, También recuerdo de memoria algunos de sus prodigiosos sonetos amorosos y religiosos y ciertas escenas, situaciones y personajes de sus comedias, recreadas con todo pormenor por Marco, como La Dama boba, El Perro del hortelano, El Caballero de Olmedo, La Dorotea, y muchas más, de las que surgen tantas enseñanzas y prodigios.
En particular, quiero destacar una escena de La dama melindrosa o Los melindres de Belisa que contiene una singular y significativa alusión a la traducción, tema que conecta con mis intereses profesionales y literarios. En esta comedia, don Juan, uno de los muchos personajes que entran y salen por esa casa de Tócame Roque, en la que todo el mundo se enamora, está en las caballerizas con su criado Carrillo y hablan, como es natural, del amor. Carrillo, le dice que el amor es contagioso y alega una opinión de Plinio. Entre amo y criado se entabla el diálogo siguiente:
Don Juan: ¿Dónde has oído decir
eso de Plinio?
Carrillo: Señor,
Hanse dado a traducir
tantos hombres que carecen
de ingenio, que ya sabemos
los tontos lo que encarecen
los sabios, y merecemos
los nombres que ellos merecen.
Yo le tengo traducido,
y aun a Horacio y a Lucano.
Don Juan: ¿Esos hombres has leído?
Carrillo: Pues si están en castellano
¿qué dificultad han sido?
Ya mi alazán latiniza,
allí están.
Don Juan: Huélgome al fin,
que éstos que el mundo eterniza
buscan a Horacio en latín
y está en la caballeriza.
¡Qué un lacayo te ha leído,
divino Horacio!
Esta divertida escena, además del poder divulgativo y democratizador de la traducción, demuestra también su universalidad y, a la luz de lo que ocurrió con el Quijote, nos orienta un poco sobre la razón por la que el Instituto Cervantes tenía que llamarse así y no Lope de Vega, como sugerí al principio y como creo que hubiera sido lo más justo.
Este texto se publicó, más resumido, el 18 de julio de 2019 en Libertad Digital
¡Muchas gracias, José Luis!
Publicado por: Julia Escobar Moreno | 07/08/2019 en 20:11
¡FANTÁSTICO, Julia!
Publicado por: José Luis Millán | 28/07/2019 en 11:28