31 de agosto. – Esta mañana he encontrado en Riaza una cafetería totalmente citadina, lo que me ha complacido mucho. No es que no me estimule el olor a morcilla y torrezno que te saluda nada más entrar en cualquier establecimiento riazano (excepto las panaderías-pastelerías), pero ese oasis en el que sólo huele a café y tostadas mitigó mi morriña y fue como si mi barrio me tendiera la mano. La cogí y pude comprobar que estaba pensado para eso, pues hasta la pastelería y los sándwiches venían de Madrid, pero lo que acabó de cautivarme fue encontrar un rinconcito con libros de intercambio, y esto que en Madrid me hubiera podido parecer una pedantería, cobró aquí otro sentido, por lo insólito; a nadie se le oculta que no es este lugar para esos extremos, entre otras cosas porque aquí no se entiende otra forma de cultura que la subvencionada.
Pues bien, en dicho rinconcito escogí Mi familia y otros animales de Gerard Durrel, hermano de Lawrence Durrell, en su vigésima segunda edición del libro de bolsillo de Alianza Editorial. Yo tengo en Madrid mi ejemplar de Alianza Tres pero me apeteció mucho volver a leer las aventuras de esa sofisticada familia británica en Corfú, escrita por un niño de doce años durante los cinco años del auto exilio cultural y climático más divertido jamás narrado, entre toda clase de insectos y aves, de las que siempre recordaré las “gurracas”, manera peculiar de llamar a las urracas de uno de los “nativos” griegos de la isla, y extraordinario logro de la traductora del texto al español, la simpar María Luisa Balseiro, la cual merece por ello todos y cada uno de los premios de traducción que ha recibido y los que tiene que recibir todavía. A cambio, yo dejé un ejemplar que tenía repetido del bestseller, El premio de Irving Wallace que contiene una magnífica y extensa documentación sobre la historia del premio Nobel de Literatura y sus secretos más ocultos. De ella se hizo una estupenda película protagonizada por Paul Newman, Elke Sommer y Edward G. Robinson, dirigida por Mark Robson. Se da la circunstancia de que ese ejemplar repetido lo encontré precisamente hace unos años en la propia Riaza, en el mercadillo de sostenes, bragas y sartenes que de vez en cuando nos sorprende con estas cosas. Donde menos se piensa, salta la liebre…
- Caigo en la cuenta de que ayer fue San Pammaquio, senador romano y amigo de San Jerónimo, a quien éste dirigió su famosa Epístola sobre la mejor manera de traducir, grave asunto aún no dirimido. Se casó con Paulina, hija de la que luego sería Santa Paula, discípula predilecta de San Jerónimo, quien, con otra de sus hijas, le siguieron a todas partes, ayudándole, con sus conocimientos del hebreo y del griego, en sus tareas de traducción de la Vulgata. De hecho, Paula soror, como así la llamaba Jerónimo, fue una de sus grandes corresponsales. Ellas son esas mujeres sabias a las que no pintó Durero y cuya devoción puso en peligro su reputación y la de su maestro, duramente criticado en ciertos sectores. Cuando Pammaquio enviudó de Paulina, hacia 397, se metió a monje y se dedicó a hacer el bien. Este santo varón, también fue amigo de San Agustín, y al no tener constancia de que haya Pammaquios en mi entorno, aprovecho para felicitar a mis muchos Agustines, pues no lo hice el día 28 (¡mira que no acordarme con lo santera que soy!) y a todos los Ramones que me rodean pues hoy es San Ramón Nonato, y no digo más.
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