Advertencia: Esto es ficción, aunque cualquier parecido con la realidad es normal pues, por desgracia, se basa en una realidad que está sucediendo ahora, todos los días, aquí y en todo el mundo. En cuanto a la la peripecia, ya es otra cosa...
Se lo dedico a Gregorio Luri, él sabe por qué.
Me levanto. Me ducho y me voy a preparar el desayuno a mi mujer, confinada en la antigua habitación de la plancha, convertida ahora en un hospital de campaña, en el otro extremo de la casa. Tengo que sortear el parapeto que he montado para disponer una zona estéril, sobre todo a la vuelta.
Cuando he preparado todo, caigo en la cuenta de que sólo tengo una mascarilla y un par de guantes y los necesito para ir a la farmacia. Se lo digo a Aurora a través de la puerta y me dispongo a salir al mundo exterior.
En la calle, apenas hay movimiento, aunque veo algunas personas de aspecto dudoso (todos lo tenemos ahora), merodeando a la puerta del supermercado. Ya estoy llegando a la farmacia, llamo, Marisa me atiende por la mampara y me da el paquete.
Lo llevo con cuidado, temeroso de que puedan quitármelo. No es la primera vez que pasa en el vecindario y más tratándose de un material tan escaso. Todo va bien hasta que al doblar la esquina me topo de bruces con un hombre achaparrado que, aprovechando el impacto, me quita el paquete. Forcejeo con él y le gano: soy más fuerte.
Me extraña que se haya quedado parado, como desconcertado, pero no me detengo y corro hasta mi casa. Al llegar, veo que no es el paquete de la farmacia lo que llevo en la mano sino una cartera, su cartera.
Cuando termine de asear y dar de comer a mi mujer y hablemos un rato de películas, llamaré a nuestra hija para que venga a relevarme a la tarde. Mientras tanto, yo me daré un baño, a ver si tengo suerte y me ahogo.
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