Publicado en TheObjective.com el 29 de abril de 2020 con el título de "La irrealidad inmediata".
Siempre hemos creído que el pensamiento lógico procede por analogías y deducciones, pero olvidamos las paradojas. Son éstas tan numerosas que ahora se puede afirmar que lo excepcional es norma y que en nuestro mundo prevalece la lógica paradójica sobre la analógica: cualquier absurdo es posible e incluso lo explica todo. Y así como la Academia de Atenas lucía en su frontispicio un aviso que alertaba que no pasara nadie que no supiera geometría, en las Academias de ahora habría que advertir que no pase nadie que aplique la lógica.
Con esta extraña crisis del coronavirus, extraña no tanto por su condición de plaga -recurrente y bien conocida en la historia- sino por la reacción mundial ante ella, se ha pulverizado nuestro concepto de tiempo lineal, se ha roto la ecuación espacio/tiempo. Cualquier supuesto disparate no sólo es posible sino razonable. Procedemos por intuiciones, ramalazos de luz, ráfagas de pensamientos estructurados de forma fragmentaria: el cubismo es realismo y la magia religión. La razón es leyenda. Como ese último hombre sobre la tierra invadida por los vampiros de aquella novela de Richard Matheson (“Soy leyenda”) que interpretó torpemente Charlton Heston en la pantalla grande. Sólo así podríamos entender el pesimismo razonable -y razonado- de los grandes desmoralizadores de la literatura universal. Pienso en Flaubert cuando decía que la historia se dividía en tres grandes etapas: Antigüedad, Cristianismo y Estupidismo, o en Schiller (“Guillermo Tell”) decretando sin vuelta de hoja que “contra la estupidez los propios dioses luchan en vano”.
Por eso, cuando se decretó el arresto domiciliario, decidí que procedería como cuando la salud me obliga a aislarme del mundo. Me daría un atracón de lecturas atrasadas y una panzada de cine anterior a los años cincuenta, con contadas excepciones -pensé-, me pondría al día en mis series favoritas. No oiría ninguna tertulia radiofónica ni vería los telediarios y procuraría mantenerme al margen de toda polémica. Contestaría al teléfono y a los mensajes lo imprescindible. Atrancaría puertas y ventanas para que no se colara la realidad política por los intersticios. No leería la prensa en ninguno de sus formatos y diría a los míos que no me dieran más noticia que la del florecimiento de los prunos y la dimisión del gobierno.
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