Publicado en TheObjective.com el 13 de mayo de 2020.
Céleste entra en la vida de Proust bastante tarde y se podría decir que, por sus características físicas y su talento natural, tenía abonado el terreno para sustituir a la madre. Estaba casada con Odilon Albaret, de profesión chófer, que desde 1907 se puso al servicio de Proust. Lo mismo le llevaba de visita a los salones de la alta sociedad como se precipitaba en mitad de la noche a buscarle una cerveza helada al Ritz o le transmitía lo que oía en la calle, material que Proust transformaba inmediatamente en literatura.
Al principio, Proust utilizó los servicios de la joven esposa de su chófer como recadera, para entregar libros dedicados a los amigos o cartas, recados que ella cumplía con presteza. Luego la incorporó definitivamente a su servicio, en su propia casa. “Ocho años, día a día, sin faltar uno solo, representan más que mil y una noches. Y cuando, en el silencio de la vejez y con los ojos cerrados, pienso en todos los personajes que desfilaron por sus relatos, siento vértigo”.
Durante esos ocho años, nueve si contamos la primera parte de su colaboración, nada ni nadie escapa a su perspicacia. Por eso la lectura de este libro es oro puro para quien desee adentrarse en el universo proustiano, no sólo porque encontremos al célebre escritor, por así decirlo, en zapatillas, sino porque vemos desfilar a esos hombres y a esas mujeres famosas vistos por alguien que no les tiene más respeto que el de los buenos modales. Al no ser escritora, Céleste carece de segundas intenciones cuando opina sobre esos personajes y se muestra muy solidaria con su jefe.
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