Publicado en TheObjective.com el 27 de mayo de 2020 con el título de "La diaritis, una enfermedad crónica".
Como soy lectora antes que escritora, confieso que los diarios que más me gustan son los que se publican póstumamente, en particular si admiro a su autor, sin que me importe que puedan resultar decepcionantes. Son sus diarios, son íntimos; como en su propio cuarto, podía hacer en ellos lo que quisiera, mostrarse sublime o vulgar, envidioso, pesimista u optimista. Estaba en su derecho. Despojado de su encarnadura mortal, lo que escribiera en la intimidad de sus diarios, al publicarse, no pone en entredicho su coherencia intelectual ni su proyecto literario, por muy desmitificadores que sean los hechos que revelen sobre su trayectoria vital.
El autor, amparado en la ventaja de estar muerto, se salva de la contradicción que hay en hacer público un diario íntimo y arrostrar sus consecuencias. No me refiero a las que pueda tener sobre los demás, en si les van a retirar la palabra o a partir la cara a sus hijos en el colegio, sino a las que tienen sobre su propia escritura y esto, que me perdonen los moralistas, me parece bastante más importante.
Siempre recibo las obras póstumas, fragmentarias e inacabadas de mis autores admirados con sorpresa, como un regalo caído del cielo y las leo con delectación de parafílica, poco a poco, porque lo fragmentario de la escritura pide una lectura también fragmentaria y el fragmento es nuestro mejor y más logrado modo de expresión. Todo vale, los diarios más íntimos, las cartas más inanes, los telegramas más urgentes, las notitas galantes más cursis o amenazadoras, todo lo devoro con descaro, sin vergüenza ajena, casi agradecida al avispado editor que convenció a la familia de que el pudor ni es hereditario ni contagioso, y de que la verdad, cuando ya es histori, es casi tan satisfactoria como una mentira.
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