Publicado en TheObjective.com el 19 de agosto de 2020 con el título de "La inteligencia de los políticos"
Las palabras rigen el mundo, no las ideas, hacía decir Galdós a uno de sus personajes, creo que en la novela Gloria. Y así es, si así lo queremos o si lo quieren los políticos. Azorín, en su fábula sobre el origen de estos últimos contaba que Dios les dio la posibilidad de dejar el don de la inteligencia en casa y ponérsela cuando quisieran, harto de que los hombres le pidieran que se la quitaran. Algunos no se la pusieron nunca y cuando les preguntaban por ella decían: «La tengo muy bien guardada en casa» y les llamaron por ello «políticos» y les confiaron sus negocios y el gobierno de sus naciones.
Pero, aunque nos cebamos en la necedad de los políticos, y les atribuimos una ausencia total de inteligencia, yo creo que realmente a quienes les ocurrió eso fue a sus votantes. «No somos tontos, que sabemos lo que queremos», dijo cierto avezado bolchevique tras el asalto al poder para defender una demencial propuesta leninista, eslogan que, por cierto, ha retomado cierta firma comercial con gran éxito.
A lo que voy, esto de las palabras y su uso y abuso con fines propagandísticos y políticos es algo que se sufre más en épocas de crisis, y ahora estamos en una de ellas. La primera y peor manipulación es la que convierte a las ideas en ideología, trastocando para siempre el valor de las primeras y transformándolo en eficacia.
Y de esta manera nos vemos privados del libre albedrío, concepto que la gente no ha entendido nunca demasiado bien, y que confunde con un algún guarda con superpoderes de ángel que les pone el Estado al nacer para llevarles de la mano. Todo, menos la facultad, supuestamente tan humana, de distinguir, más allá del instinto animal, aquello que nos puede salvar de aquello otro que, por el contrario, nos puede hundir.
Por ejemplo, si quienes salen alegremente a la calle en grupo, o celebran en su casa su cumpleaños con los amigos, haciendo caso omiso de los consejos de llevar mascarilla, se acaban contagiando con el COVID-19, se lamentan y echan la culpa a las autoridades porque consideran que no les han informado lo suficiente y les han abandonado a su suerte.
Estas personas me recuerdan a la historia del hombre que muere ahogado porque se ha negado a abandonar su casa del valle, a pesar de las reiteradas advertencias oficiales de que su pueblo va a ser inundado para construir una presa, pues confía en que, en el último momento, Dios, de algún modo, acabará salvándole. Al llegar al cielo, muy decepcionado porque no ha sido así, Dios le dice: «Vamos a ver, te he mandado personas con altavoces para que te avisaran con tiempo de que salieras de tu casa; como no lo hiciste, te mandé un coche para recogerte antes de la riada y lo rechazaste, luego una lancha motora, para sacarte del agua, a la que no hiciste ningún caso y, finalmente, cuando estabas en el tejado, un helicóptero al que despreciaste, ¿y dices que no he hecho nada para ayudarte?».
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