Publicado en TheObjective.com el 8 de agosto de 2020 con el título de "Lo que esperamos de Flannery O'Connor.
He vuelto últimamente a la correspondencia de Flannery O’Connor, esa especie de Dostoievski católica y sudista. Aprovecho y releo algunos de los cuentos a los que alude, ejemplos de lo importante que es tener oídos para oír y ojos para ver y transmitir así lo que se tiene en los «adentros», uno de los términos favoritos de José Jiménez Lozano, que tanto la admiraba. Y como me ocurre muy a menudo, pienso en lo que diría él sobre esta reciente y supuestamente espontánea ola de iconoclastia generalizada que ha llevado a aberraciones que no son más que pretextos esgrimidos a ciegas por sus ejecutores materiales para acabar con lo mejor del pasado y quedarse con lo peor del presente, o con nada, y que le acaba de tocar de lleno a Flannery O’Connor, otrora venerada y ahora proscrita por la Universidad de Loyola de Maryland.
Seguir su correspondencia es seguir su vida, desde que empezó a escribir hasta que dejó de hacerlo por su prematura muerte. Sus opiniones, consolidadas desde muy temprano, se van reafirmando, así como su sentido del humor; en una ocasión escribe a Sally Fitzgerald, otra de sus principales corresponsales y autora de la edición de su Correspondencia*, que para el vaquero de sus fincas todas las vacas son del género masculino: «Hoy él sólo me ha dado siete litros de leche», se quejaba el buen hombre de una de ellas. «Supongo —comenta Flannery— que no le gusta sentirse rodeado de hembras»…
De entre sus numerosos corresponsales elijo a A., que prefirió permanecer en el anonimato, con la que se abre de manera especial. Sus temas preferidos son la «buena gente del campo», la relación entre negros y blancos, pobres y marginados, a quienes la miseria hermana como una seña de identidad común, aunque no consiga unirles; también los fastidios del mundo literario y del mundo académico: («Había observado que cuanta más educación recibían sus hijos, menos cosas sabían hacer», se lee en El escalofrío interminable); la enseñanza: «A los doce años, le dice a esta amiga, yo tenía alma de veterano y opiniones que no hubiera desaprobado un ex combatiente de la guerra de Secesión», y concluye: «Estoy convencida de que el peso de los siglos aplasta los niños». A ella la mantuvieron a flote.
Comentarios