Publicado en TheObjective.com el 22 de julio de 2020 con el título de "Hay que intentar vivir".
Ahora que estoy in villeggiatura, o sea de vacaciones, después de la larga secuencia de catástrofes que se nos han echado encima en este Año de la Peste, se me llena el alma de melancolía porque, cada año, el traslado a nuestros cuarteles de verano era el preludio a una pronta visita a José Jiménez Lozano a su Petit Port Royal de Alcazarén, visita que este año ¡ay!, es imposible. Y como la vida, ese hábito -como la definía Flannery O’Connor- al que nos aferramos patéticamente, en realidad nos escribe, en mi mesilla de noche me encuentro al llegar con un número de la revista Temblor. Asidero poético titulada Los blancos de José Jiménez Lozano. Breve antología poética, que dejé ahí la temporada pasada y que es una verdadera celebración de la belleza del mundo. Me consuela pensar que, en cierto modo, este año también nos hemos saludado a través de este encuentro.
Porque hay personas a las que creemos inmortales y transferimos en ellas ese sentimiento de inmortalidad que todos tenemos sobre nosotros mismos y sobre las personas queridas o admiradas de cualquier edad. Puede ser alguien como él, o esos tertulianos jubilados del pueblo que, cada atardecer, sentados en un banco municipal, al otro lado de nuestra tapia y a la fronda de los árboles del jardín, hablan de cosas sencillas, luego universales, mientras contemplan hasta el final el ocaso. Para ellos y para mí, “el tiempo miente”, como decía Quevedo. El tiempo y el sentimiento de inmortalidad…
Y a este respecto, recuerdo aquella vez, hace ya muchos años, estando yo todavía “en plena flor de mis pecados”, en que en la sala de espera de un hospital oí a dos enfermeras ya mayores hablando de una compañera fallecida a cuyo entierro pensaban ir en cuanto acabara la consulta. La recordaban con cariño porque las tres habían sido quienes «montaron» la planta de cardiología hacía ya 50 años. ¿Qué edad tenía? preguntó una de ellas; 77, contestó la otra. ¡Cada vez se muere la gente más joven!, replicó la primera… No creo necesario explicar cuánto me sorprendió oír aquello en una época en la que para mí esa edad todavía era considerada provecta.
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