Ni las culturas más autosuficientes, como pueda ser la anglosajona, se conforman con lo propio y hacen incursiones en lo ajeno, lo que implica recurrir a la traducción, por muy humillante que pueda resultarles a los más soberbios. Esa especie de fagocitación cultural es la que ha conformado nuestro intelecto, incluso de una manera indirecta o si se prefiere, pasiva. Esa especie de milagro de la traducción, que consiste en hacer transparente lo opaco, se hace más patente que nunca en el doblaje de cine.
En general, el espectador asume con absoluta naturalidad que personajes totalmente ajenos a su cultura hablen en un español más perfecto que el suyo propio, pues se da la circunstancia de que los actores de doblaje adoptan un tono ultracorrecto que quita cualquier peculiaridad a su habla, cosa que no les ocurre cuando actúan por cuenta propia.
También con la poesía ocurre algo parecido. En una ocasión oí recitar poemas del Romancero gitano de Lorca a un grupo de franceses que se lo sabían de memoria. Pero no reconoció esos versos que me acompañaron toda la vida porque esas personas repetían una traducción francesa considerada canónica. Y lo hacían con el mismo entusiasmo y la misma convicción que si se tratara de las palabras y ritmos originales. Por eso las traducciones se resisten más a los cambios lingüísticos que la lengua materna (muchos escritores de vanguardia son muy conservadores traduciendo) y por eso se tarda tanto en volver a traducir a los clásicos con cierto éxito.
Comentarios