Aunque a veces no lo parezca, nada me gusta más que olvidarme de «los eventos que acontecen en la rúa» para ensimismarme en la literatura, propia y ajena. Pero, de unos años acá, concretamente desde el 11 de septiembre de 2001, hace ya la minucia de dos décadas, estoy en un prolongado ¡ay! y he caído en leer con suma atención las secciones de internacional y opinión, de las que pasaba olímpicamente hasta entonces cuando hojeaba los periódicos o me sumergía en las redes.
La prueba de que no me tomaba demasiado en serio esas cosas fue un cuento que escribí hacia 1983 para celebrar la conmemoración de ese día constitutivo al que titulé con evidente descaro «Nuestra Señora de la Constitución». Creo haberlo mencionado en más de una ocasión en Libertad Digital y en este blog concretamente en un artículo titulado «La Nicolasa» a propósito de una luminosa, pero no menos peregrina propuesta de llamar así a la tan fementida y amenazada Constitución cuyo aniversario hoy celebramos, hecha por Aquilino Duque, recientemente fallecido. Aprovecho, pues, para recordarle como es debido y de paso mencionar la injusticia de no darle a él la medalla de oro al mérito de las Bellas Artes a título póstumo (modalidad que dicho sea de paso no existía en los estatutos originarios del Premio) sino a una novelista tristemente fallecida, pero no por ello menos inane. Recordemos, para quienes puedan considerar esto cruel o simplemente extemporáneo que, como dijo León Bloy en la tumba de K.J. Huysmans, «la muerte no es una excusa».
El razonamiento del gran Aquilino era impecable: según él, la mejor manera de llegar al pueblo es a través de los sentimientos y la familiaridad, y a esta Constitución ―que tenía ya veinticuatro años cuando él hizo la propuesta― le faltaba un apelativo popular, cariñoso; por eso, del mismo modo que se llamó «la Pepa» a la de Cádiz, promulgada en el día de San José, proponía Aquilino que se llamase a la actual «la Nicolasa», por ser San Nicolás de Bari el santo patrono de este día. Propuesta abocada al fracaso porque lo popular, y más si es de sesgo religioso, estaba ya entonces muy pasado de moda, sustituido con eficacia por la asepsia de lo políticamente correcto.
Volviendo a la parte más sagrada de este macro puente, esto es hoy, 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, les comentaré que en mi cuento, que nadie quiso publicar en su momento, ni siquiera en el periódico satírico «El Cocodrilo» donde yo colaboraba por aquella época y que, como es natural he perdido, Gregorio Peces Barba se paseaba por los montes del Pardo, tal día como hoy, cuando se le apareció la Virgen, con gran aparato premonitorio (cuyos detalles les ahorro), para transmitirle el sagrado texto con la obligación de conmemorar para siempre esa día y celebrar la Constitución como se merece, un poco a la manera de «La leyenda dorada», de Santiago de la Vorágine (Alianza Editorial), libro traducido del latín por fray José Manuel Macías, O.P. y que les recomiendo vivamente. Que conste que la palabra «leyenda» tiene aquí un significado estrictamente etimológico, es decir «lo que se debe leer», sin ninguna connotación de ficción o fantasía.
Según este hagiógrafo medieval (h.1228-1298) varias son las naciones que se disputan el origen de esta festividad, entre otras, Inglaterra. Anselmo, arzobispo de Canterbury es quien lo cuenta: Un monje, llamado Helsino, regresaba a Inglaterra tras cumplir la delicada misión encomendada por el rey Guillermo el Conquistador de reprimir la invasión de los dacios cuando, de pronto, estalló una pavorosa tormenta.
Creyéndose perdido, el santo varón invocó a la Virgen María. Entonces se le apareció un obispo que lo condujo sano y salvo a tierra firme no sin encarecerle, de parte de la bienaventurada Señora, que a partir de ese momento celebrara el ocho de diciembre de cada año la fecha de su inmaculada concepción para que se conmemorara en toda la Iglesia. Y así es como, según esto ―y sin tan siquiera sospecharlo muchos de sus descendientes los ingleses― se postulan como fundadores de tan celebrada fiesta
Hay otras teorías sobre el origen de esa festividad, narradas fielmente en el capítulo titulado «La concepción de la bienaventurada Virgen María», en esa obra de la que les hablo. De todas ellas es la inglesa la que más me gusta, por encima incluso de aquella que se la atribuye a un arzobispo español del siglo VIII, concretamente a San Ildefonso; aunque tampoco está muy claro, y entre doctores melifluos y angélicos la cosa tardó en implantarse. Pues con el dogma de Nuestra Señora de la Constitución está pasando algo parecido. Adivinanza: ¿Quiénes son los melifluos en esta nueva batalla ontológica, quienes los angélicos?
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