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Corría el mes de marzo del año 1983. Estábamos en Lisboa de visita un grupo de personas aprovechando la ocasión que nos había llevado hasta Portugal: el I Encuentro de Poesía Hispanoluso (o algo así) y, finalizadas ya las ponencias y recitales de rigor, compartíamos velador en un céntrico y afamado café una serie de poetas primerizos con otros de más renombre como José Ángel Valente, el editor José Antonio Llardent, coorganizador del Encuentro, traductor de Fernando Pessoa y creador de la editorial Istmo y los profesores portugueses, y pareja de hecho, Teresa Rita Lopes y António José Saraiva, especialista en Pessoa ella y ensayista él, amén de gran ideólogo del iberismo.
Nos acompañaba también un grupo de jovencísimas alumnas que asistieron a los coloquios y que escuchaban con especial arrobo lo que decíamos, en particular lo que decían Valente, Saraiva y Llardent, por este orden, los cuales estaban en sus respectivas glorias, rodeados de tanta nínfula oferente cuando, de pronto, se materializó ante nosotros la belleza misma, encarnada en un camarero ataviado según las normas más estrictas de la hostelería internacional, de forma que el largo mandil ceñía su figura realzando sus apolíneas formas.
La atención del mujericio, que diría Galdós, se desvió de las sutiles palabras con la que nos regalaban los grandes hombres, que sonaron lastimeramente en el vacío, para centrarse en los felinos movimientos del hermoso sirviente, que sorteaba los frágiles veladores, abarrotados de público, con una gracia inigualable. Entonces, en esa atmósfera hecha de deseo, fantasías eróticas y arrobo estético, Saraiva –también conocido como el hombre de los tres bigotes porque además del habitual, muy poblado, lucía por encima unas frondosas cejas con tejadillo y, por abajo, barbita a juego– exclamó: «¡Camarero, un café!», y mirándonos picaronamente guiñó un ojo y añadió: «Esto es literatura y no aquello de lo que creíamos hablar antes».
Pues bien, ahora que los cafés literarios están tan pasados como los encuentros poéticos, que los espectáculos abiertos al público escasean, incluso los más populares como puedan ser los conciertos en las plazas de toros y hasta los propios toros, la atención se ve desplazada a la pastelera política (nuevamente Galdós) que a veces nos ofrece espectáculos tan insólitos que la redimen de todos sus males. ¿Recuerdan la crisis de la Asamblea de Madrid que en 2003 enfrentó al PSOE y el PP a propósito de la malhadada candidatura de Simancas a la presidencia de la Comunidad de Madrid y que mantuvo en vilo al público madrileño, haciendo que desatendiera cualquier otro espectáculo, incluido el de la Antología de la Zarzuela, para no perder comba de lo que ocurría en la Asamblea?
Imposible olvidarlo si lo has vivido porque ninguno de aquellos espectáculos podía competir en intensidad dramática, acendrado lirismo y empuje épico como el que nos ofreció entonces la Asamblea de Madrid, tanto en sus reuniones ordinarias como en las de la Comisión de Investigación. Nada podían aquellos cualificados e insignes intérpretes zarzueleros que se desgañitaban todas las noches en los jardines de Sabatini, ni sus emblemáticos temas, contra el tirón mediático y la evocadora presencia de unos personajes que tenían sobre ellos la ventaja de representar en un solo drama las mejores piezas de todos los géneros.
Porque, ¿qué era Ruth Porta, hoy retirada de la política, si no la personificación de la morena fatal de las películas y los cuentos de brujas y de hadas? ¿Acaso no era una Medea escalofriante? ¿No era el tránsfuga Tamayo (con su apellido de director de escena) un trasunto masculino de Antígona, desafiando a la razón de Estado? ¿No parecía Esperanza Aguirre, la mismísima Juana de Arco, acosada por sus inquisidores siendo, en este caso, el obispo Pierre Cauchon la propia Porta? De Simancas no diré nada porque compararlo con Julio César me parece desproporcionado, ya me entienden.
Pues bien, mutatis mutandis, algo parecido está volviendo a pasar ahora en la Asamblea de Madrid con los reajustes estratégicos para llegar al resultado deseado, a lo que hay que añadir los actos colaterales de la moción de censura en Murcia, para nada desdeñables en este sainete que nos están ofreciendo. Los personajes y el guion se parecen bastante, aunque el elenco artístico haya cambiado con los años. Juana de Arco es ahora Isabel Díaz Ayuso, camino de convertirse en la próxima Santa Genoveva de París que con su determinación y elocuencia detuvo el avance de los Hunos sobre esa ciudad en el año 451. Cauchon, sería ahora el fementido Aguado e Inés Arrimadas el perejil envenenado de todas las salsas, sin olvidar a Mónica García, la de Más Madrid, haciendo un nuevo papel: el de la pistolera vocacional.
Por si no fuera suficiente, y para rematar la faena, el vicepresidente depuesto Pablo Iglesias aparece transportado por los aires, cual un Deus ex machina, lo que además de dejar estupefacto al público –que somos todos– ha dado un giro de 180 grados a la propaganda oficial de la presidenta Díaz Ayuso. Ahora ya no vamos a tener que elegir entre Socialismo y Libertad, no; ahora (Ayuso dixit) tendremos que elegir entre Comunismo y Libertad, como si hubieran querido parafrasear a Cornelius Castoriadis y su «Socialismo o barbarie» (siendo la barbarie el comunismo que se come a la izquierda). A estas alturas si Pedro Sánchez dimitiera como presidente de gobierno y encabezara la candidatura del PSOE a la Comunidad de Madrid, parecería algo de lo más sensato.
¿Y qué decir de los comparsas, los diputados y voceros del PP, PSOE, Ciudadanos, Vox y Podemos? ¿Acaso no son lo más parecido al coro de una tragedia griega que, con sus voces mejor o peor concertadas, propala desgracias y llora derrotas, sirviendo de eficaz contrapunto a la tragedia central? ¿No es esto literatura pura y dura? Si todavía vivieran mis añorados amigos Saraiva, Llardent y Valente seguro que no dirían otra cosa.
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