Mis difuntos
Hoy, Día Internacional de la Muerte,
decretado así por la UNESCO
para acabar con el de los difuntos,
me acuerdo de los míos con sosiego,
enterrados como están hace ya tiempo,
en los libros y en los cementerios.
Mi abuela, la primera, me guiña un ojo
mientras devora una alita de pollo
y luego, al terminar, me dice:
“¡otro día más que hemos comido!”
Más allá, en San Isidro,
me tropiezo con un amigo de la infancia,
muerto por negligencia médica
y, la verdad, no tengo nada que decirle.
Me inquieta tanto que se acuerde de mí
que escapo a mi futuro del pasado
y me veo en la Almudena,
llorando en el entierro de Llardent
que traducía a Pessoa como nadie,
aunque presumo que esté enfadado con mi deriva personal;
a los dos nos gustaban los perros
y yo, ya no tengo ninguno.
Tampoco él.
Frustrada, doy media vuelta en el tiempo.
En Somosaguas, busco a Gustavo Fabra, el gallego,
que me comprendía tan bien,
con la esperanza de que me devuelva
la primera edición de Femeninas que le presté
antes de que muriera de un infarto con veintinueve años.
Acude y me recuerda
que la vida es dura pero desagradable
y que desde que está muerto
ha dejado de leer a Valle Inclán.
Regreso a la ciudad, a visitar a doña Emilia
en la cripta de la Concepción
en dónde está enterrada, en contra de su voluntad.
Nadie enciende las velas en la capilla.
Pero está bien acompañada por su madre y sus hijas,
el hijo y su único nieto, asesinados en el treinta y seis,
diz que en la checa de la calle de Goya,
su yerno, el general Cavalcanti, su nuera…
Ya nunca volverá a Meirás.
Se me hace tarde y apresuro el paso.
No quiero dejar de saludar en su cementerio de Cercedilla
a mi tío el pintor, mi preferido,
Antonio González, se llamaba.
Nos llevaba con él a pintar del natural y decía:
"Mirad, niñas, esa hermosura, ¡y es gratis!"
Y sigo mi cortejo.
Son muchos, demasiados, los que reclaman
mi devota atención superviviente
y por tanto culpable.
En Fuencarral, saludo de lejos a mis padres,
con prisas porque temo que me arranquen
la promesa de alojarme en su nicho
cuando llegue mi hora,
¡a mí, que me fui tan pronto de casa!
Ya se hace tarde, y me marcho a París,
ese monstruo de piedra
que pastorea la santa Genoveva,
el azote de Atila, cantada por Péguy.
Quiero visitar a Carlos Semprún en el Père Lachaise.
Ocupa un rinconcito en el nicho de unos
refugiados armenios, los Dastakian,
con cuya hija, Nina, se casó.
Ahora ella se ha reunido con él;
nos saludamos los tres con alegría.
No le quiero contar que su hermano Jorge
fue a su homenaje en la Maison de l'Amérique Latine,
ni lo difícil que es ahora editar sus libros
para no deprimirle.
Nos despedimos lánguidamente, como corresponde,
con la promesa de visitarles a menudo
y termino, agotada, mi periplo.
“¡Adiós, adiós, difuntos míos, hasta pronto!”.
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