Últimamente no suelo soñar demasiado, entre otras cosas porque apenas duermo. Por eso me sorprendió tanto tener aquel sueño tan raro e intenso en sólo una hora, ya de madrugada, que atribuyo al desasosiego que han producido en mi inconsciente (sí, he dicho inconsciente) los terremotos de Turquía y Siria.
Estaba en casa esperando a mi cuñado Juan (a quien apenas veo en la vida real) que venía a ayudarme a bajar la silla de ruedas por las empinadas escaleras de acceso a nuestra casa. Cuando llegó me dijo:
-- He encontrado tu pasaporte en la escalera: no sabía que habías nacido en Capadocia.
-- ¿De qué hablas? Primera noticia.
Le arrebato el pasaporte y leo: «Capadocia, 24 de julio de 1946». Sólo la fecha y el nombre me resultaban familiares. Llamo a mi madre, sin reparar que lleva casi quince años muerta y se lo pregunto.
-- Si, hija. estábamos tu padre y yo en Capadocia pasando el verano y te adoptamos.
La línea se cortó --no debe haber buena cobertura en el más allá-- y me quedé sin saber los detalles. Por ejemplo, qué hacían mis padres veraneando en Capadocia, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, cuando nadie veraneaba ni en su pueblo? ¿Y dónde y en qué circunstancias me adoptaron?
Me desperté sin encontrar una respuesta coherente, ni siquiera en Google, y sin saber si existía oficialmente un país así llamado en esas altiplanicies turcas.
Yo sabía que había sueños premonitorios, pero no anamnésicos. Bien mirado, eso podría explicar mi tez morena y lo poco que me parezco a mis hermanos. ¡Pero qué manera tan rara de saberlo! Y, sobre todo. ¿en qué provincia de esa enigmática e imprecisa región nací? ¿En Nevsehir, Kayseri, Aksaray o Nigde?
Pronto emprenderé mi viaje en busca de mis imposibles orígenes, seguramente el último que haga en mi vida. ¡Ay, Capadocia! ¡A quién y con qué voy a encontrarme cuando al fin llegue! No sé si habré nacido ahí, pero de que ahí moriré estoy segura.
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