Hay algunos autores que de manera instintiva rehúyo. Son aquellos cuyos lectores se califican a sí mismos de "místicos”. Más que al autor, o a su obra, lo que realmente veneran estas personas es un libro concreto. Pasa con El lobo estepario de Herman Hesse, el Juan Salvador Gaviota de Richard Bach, o El Principito de Saint-Exupéry. Quienes hayan trabajado alguna vez en una librería saben que esos lectores acaban indefectiblemente leyendo a Pablo Coellho y, lo que es peor, pero desde luego similar, a Vázquez Figueroa. Cuando estos místicos te recomiendan un libro, añadiendo: “a ti te va a encantar” no sabes si sentirte reconfortada por la buena opinión que tienen de ti o profundamente ofendida porque te crean igual de ingenua que ellos. Pues bien, entre estos autores de culto, pero no de mi culto, figura Italo Svevo y, lo siento si hiero susceptibilidades, el Saint-Exupéry del “Principito”. Este último, que he padecido en versión original, me parece el colmo de la cursilería en literatura, junto a Platero y yo de mi sin embargo admiradísimo JRJ y fuente ambos de las frases más almibaradas de la historia de la literatura universal.
En cuanto al primero, es uno de esos con los que siempre cometí la arbitrariedad de ignorarlos por el prejuicio que ya he manifestado hacia sus lectores. Cuando La conciencia de Zeno, arrasó entre ese tipo de lectores a los que me refiero, lo ignoré como el diabético acaba ignorando la existencia de los dulces y pasa delante de una pastelería sin mirarla. Esa coincidencia de gustos entre personas que, por otra parte, poco tienen en común, pues lo mismo son hombres que mujeres, abogados que profesoras de literatura, médicos que amas de casa, me parece sospechosa y siempre que hago un esfuerzo para leer lo que me recomiendan, acabo reafirmándome en mi postura.
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