¡Qué bonito título este de “El oficio de traductor”!, me recuerda al de las memorias del escritor italiano Cesare Pavese, El oficio de vivir, aunque espero que lo que voy a decir no resulte tan pesimista como lo que contiene el libro de Pavese. Oficio que no profesión o mejor dicho, arte. Un arte que, como dice Shökel, necesita de la ciencia al igual que ocurre con todos los oficios pragmáticos (“práctico” se llama en los puertos a quien sabe lo que hay que hacer para moverse en él) como el de ingeniero o arquitecto, contructores de edificios y de puentes. Nosotros también construimos y transportamos en nuestro idioma un texto o una frase dichos o escritos por otro. Esto define muy bien nuestra función social, una función subordinada (pues depende de un texto ajeno), pero no subalterna, como no lo es la de ninguno de esos “oficios” antes aludidos: labores necesarias para movernos, para comunicarnos -en nuestro caso para transmitir sentimientos e ideas-, labores fundamentales para construir. Y en esa subordinación lleva la traducción su penitencia. A ella aludió Cervantes, que le quitaba mérito comparándola a copiar de un papel a otro, sin comprender, no ya la labor civilizadora de la traducción, sino su función metabólica, su función “transformadora”. A ella aludió también Ortega tachándola de “mínima” y “ancilar”, triste en definitiva. Algo hay de cierto en esa tristeza o melancolía del traductor, abocado al fracaso de no poder acertar plenamente. Una melancolía que puede conducir a algunos a la frustración (yo he oído decir en foros como éste a ciertos traductores que, en realidad, todos los traductores son escritores frustrados, refiriéndose quizás a su propio caso) y que el poeta místico alemán Matthias Claudius definió con aquella frase que en español se ha traducido por “quien traduce, reduce” y que he visto traducida al francés por “Qui traduit, s’engloutit”, que yo a mi vez traduzco al español como “quien traduce se subsume”, o “queda engullido”, o -poniéndonos en lo peor- “desaparece”. Este problema demuestra a la perfección hasta qué punto la traducción es una interpretación, un lectura personal, en suma, una opción estética, a la que se han enfrentado a lo largo de la historia de la literatura un sinfín de escritores-traductores, algunos de la talla de Goethe, Nerval, Baudelaire o Rilke, que no parecieron en modo alguno sentirse mermados por ello.
Así pues la traducción es un oficio, además un oficio que hasta hace no mucho se aprendía y practicaba en solitario, aunque de un tiempo a esta parte la situación está cambiando y la tarea de traducir está dejando de ser solitaria para convertirse en solidaria. La traducción no sólo es ya en nuestro país objeto de estudios universitarios sino que además se ha convertido por derecho propio en disciplina académica, objeto de numerosos foros de debate en los que se empieza a invertir la trayectoria yéndose de la teoria a la práctica, tratando de enriquecer la práctica con el conocimiento de todo lo que se dice y se sabe de la traducción y que forma ya un corpus considerable. Y a pesar de que en casi todos esos debates muchas veces se repiten temas y conceptos, son tantos los que aún quedan por matizar, tan variados los puntos de vista personales, tantas las opciones, que se podría decir de la traducción lo que se dice de los gustos: que sobre ellos no hay nada escrito o, para dejarlo aún más claro, que todo lo que se escriba es poco. La utilidad de estos debates, por supuesto, reside, entre otras cosas, en que suponen una útil plataforma para instrumentar los conocimientos que nosotros, hijos aplicados de nuestro tiempo que somos, hemos ido filtrando y extrayendo de los legados anteriores, muchas veces incorporando a la norma aquello que tal vez fuera en tiempos pasados excepción de manera que como decía el maestro Azorín, la heterodoxa de ayer es la ortodoxia de hoy.
No voy aquí a echar mi cuarto a espadas en el debate teórico pero si aportar mi opinión de traductora impenitente, de alguien que practica la traducción con una finalidad egoísta y al mismo tiempo didáctica. Tanto para ampliar y enriquecer mi propia labor creativa, es decir, para aprender, como tambien para enseñar y con ello enriquecer a los demás Es como si la traductora generosa que soy intentara lavar su mala conciencia de escritora egoísta, de manera que si me atengo a la división de la historia de la traducción por etapas realizada por el profesor Louis Truffaut, yo tras una dura etapa profesional, he vuelto a la primera etapa misional mucho peor retribuida pero también mucho más gratificante.
Y ya que al hablar de la etapa misional acabo de hacer referencia a la función educadora de la traducción, me gustaría aportar aquí otro testimonio literario que además de dejar muy clara la fuerza civilizadora y democratizadora de la traducción, refuerza el testimonio de Cervantes en cuanto al escaso reconocimiento creativo que tenía el traductor en el siglo de Oro español y que, en cierto modo, sigue teniendo casi cuatrocientos años después.
En La dama melindrosa (o Los melindres de Belisa ) de Lope de Vega, don Juan y su criado Carrillo hablan de amor, en la caballeriza. Carrillo acaba de alegar una opinión de Plinio y entre amo y criado se entabla el diálogo siguiente:
Don Juan: ¿Dónde has oído decir
eso de Plinio?
Carrillo: Señor,
Hanse dado a traducir
tantos hombres que carecen
de ingenio , que ya sabemos
los tontos lo que encarecen
los sabios, y merecemos
los nombres que ellos merecen.
Yo le tengo traducido,
y aun a Horacio y a Lucano.
Don Juan: ¿Esos hombres has leído?
Carrillo: Pues si están en castellano
¿qué dificultad han sido?
Ya mi alazán latiniza,
allí están.
Don Juan: Huélgome al fin,
que éstos que el mundo eterniza
buscan a Horacio en latín
y está en la caballeriza.
¡Qué un lacayo te ha leido,
divino Horacio!
Todos sabemos que traducir es algo viejo como el lenguaje, como el mundo, consustancial al mismo y por lo tanto a la historia -decía Heidegger que sólo donde hay lenguaje hay mundo y sólo donde impera el mundo hay historia- y llamo la atención sobre el hecho paradójico de que estando asumido como oficio, aún hoy, cuando vamos a iniciar el tercer milenio de nuestra era todavía no está regulado como profesión. ¿Por qué? ¿Por su sencillez o por su complejidad? Yo diría que por ambas cosas a la vez, porque siendo tan evidente su función, sin embargo sus ámbitos de aplicación no sólo son múltiples, sino ambiguos y farragosos de definir y porque siendo la traducción ante todo una actividad de índole intelectual a la que en principio -asumiendo que se tenga la capacitación lingüística para ello- puede acceder cualquiera, son muchas las motivaciones que pueden llevar a ella, algunas completamente extraprofesionales como las que pueden tener algunos escritores o algunos profesores universitarios. Todo esto hace muy difícil no ya definir sino aún más regular o restringir la práctica de la traducción.
Llegados a este punto me gustaría también matizar algo sobre el título de estas Jornadas: De la teoría a la práctica. Tengo que confesar que este trayecto me ha sorprendido, pues hasta ahora la traducción ha seguido el camino inverso y sin duda a ello habría que atribuir la dificultad de que coincidan las clasificaciones tipológicas de la traducción con sus verdaderos ámbitos de aplicación profesional, generalmente muy condicionados por la tiranía del libro. Si a esta tradicional tiranía añadimos la complejidad que implica la presencia de la traducción en el ciberespacio creo que entramos en un mundo en el que será más difícil - y tal vez por ello más necesario que nunca- ir de la teoría a la práctica.
Pero como de lo que estoy hablando aquí es del oficio del traductor, me gustaría destacar algo que define a quien lo practica, lo haga como profesional o como ampliación de sus intereses intelectuales o creativos, ya que el resultado final es el mismo. Me refiero al compromiso del traductor, concretamente al compromiso intelectual y estético del traductor literario ante el texto que traduce y de cuya repercusión es en parte responsable, así como a su compromiso moral ante el lector de su traducción que está, literalmente, en sus manos respecto al texto traducido. Esto nos lleva, por supuesto, al criterio de calidad de la traducción, que a su vez nos remite al problema de la formación del traductor. Un círculo vicioso, o una pescadilla que se muerde la cola, como se quiera, pero en cualquier caso un camino que tampoco hay por qué hacer ya en solitario y que tiene mucho que ver con el papel que desempeña, la traducción literaria en el mercado editorial.
La representación que ostento como presidenta de una Asociación de ámbito nacional y multidisciplinar, que engloba a unos seiscientos miembros que practican todas las modalidades conocidas de traducción escrita y oral, me obligaría quizás a referirme a todas ellas y no dar mayor importancia a ninguna en particular. Ahora bien, al ser la traducción literaria la modalidad que personalmente practico y que, debido a mi propia trayectoria profesional se ha visto completada por una serie de actividades conexas a la traducción y estrechamente relacionadas con ella (librería, edición, crítica de libros, creación literaria, etc) me voy a referir al oficio del traductor literario y concretamente a la traducción en el sector editorial.
En dicho sector la contratación de las traducciones se sigue rigiendo todavía según el viejo modelo, lo cual no quiere decir que no se hayan producido importantes cambios. Para comprenderlo tal vez sería conveniente dar un repaso a lo que ha supuesto la figura del traductor literario en el mundo editorial. Me refiero por supuesto, a la edición contemporánea cuyos precedentes están en la edición de finales de siglo pasado y los albores del presente. Hubo una época en la que el traductor era casi exclusivamente un intelectual, un profesor o un autodidacta cultivado que, poseedor de unos conocimientos lingüísticos que le hacían accesible las claves de determinada cultura, se veía en la disposición de transmitirla mediante la traducción. Se producía así la tan manipulada imagen de los vasos comunicantes. Hay muchos ejemplos de este tipo de traductor tanto en nuestro país como en otros, tenemos a Unamuno, Guillén, Azaña, Valle Inclán, Borges, Baudelaire, Gide, Rilke, y un largo etcétera. Poco a poco, conforme fueron incrementándose las necesidades editoriales fue surgiendo otro tipo de traductor más profesional, ya dedicado prácticamente por entero a la traducción. Un ejemplo de ese tipo de traductor sería, en España, el de Consuelo Berges, la traductora de Proust y de Stendhal y es el del que se nutre todavía las editoriales. Es también el tipo de traductor que inició, en los años cincuenta, el movimiento asociacionista en nuestro país con la creación de APETI por parte de una serie de traductores e intérpretes funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, como Marcela de Juan o de traductores independientes procedentes del exilio, como la propia Consuelo Berges.
Pero todavía eran épocas en las que el traductor estaba muy lejos de presentir en lo que iba a convertirse su profesión. La complejidad de las comunicaciones, las nuevas tecnologías, la formación de alianzas políticas europeas e internacionales, la aceptación y oficialización del multilinguismo y del plurilingüiismo, la regulación de la enseñanza superior de la traducción y la interpretación, todos estos factores, han incrementado los intercambios de bienes e ideas y han repercutido en las formas y los modos de practicar la traducción hasta tal punto que la profesión más solitaria del mundo se ha convertido en ese hervidero de actividad y de solidaridad al que antes me he referido: los talleres de traducción, los debates en foros como el que estamos en este momento son los testimonios palpables de que la traducción ha quedado plenamente incorporada a la vida intelectual, cultural, económica y social. ¿Plenamente? Todavía queda mucho por hacer en este sentido, no en el del reconocimiento de la actividad como tal -que ya se ha logrado- sino en el de la plena aceptación de su función cultural específica y en el prestigio social y laboral de quienes la practican. Confíamos en que la sanción académica que suponen los estudios superiores de traducción e interpretación contribuyan a conseguirlo.
Como consecuencia de todos estos cambios se ha producido no sólo un desplazamiento en el perfil profesional, sino también en el objeto mismo de la traducción y este desplazamiento ha llegado incluso a modificar su tipología de manera que en la actualidad se puede decir que la traducción no se define por su contenido sino por su ámbito de aplicación, de forma que, por ejemplo, la traducción literaria -casi limitada hasta ahora a la traducción de la literatura de creación- se ha convertido hoy en traducción de libros. No es el contenido literario lo que la define sino el soporte en el que va presentado y que puede contener a su vez tanto literatura pura y dura como libros jurídicos, manuales de jardinería, botánica, zoología o bien libros de ciencia pura y complicados manuales de informáticoa o ingeniería electrónica. Para todos ellos tiene que haber un traductor competente que permita a la editorial, urgida por unos planes editoriales muy competitivos, hacer frente a una demanda que, en muchos casos, se mueve menos por una legítima curiosidad intelectual por lo “otro” que por una necesidad puramente de mercado, criterio que, nos guste o no, va teniendo cada vez más importancia.
Quiero señalar también que otra de las paradojas que se producen en la actualidad, es la pérdida paulatina del protagonismo del traductor en las decisiones editoriales conforme aumenta su profesionalización. Hubo una época -yo he llegado a conocerla- en la que estas decisiones se ºtomaban al socaire de un proyecto cultural concreto, llevado a cabo por algo que también está cambiando vertiginosamente en la actualidad, es decir, por un editor, y no por un agente literario o un grupo de marketing. Eran épocas en las que el traductor, aunque menos reconocido, tenía una importancia crucial en la elaboración de las políticas editoriales, era el primer lector, el primer crítico y uno de los principales difusores de la cultura. En la actualidad, el traductor, como el editor por otra parte, son unos profesionales cualificados, meros ejecutores de una sentencia dictada por otras personas que a veces ni siquieran están presentes físicamente en el proceso que lleva a la elaboración del producto cultural -léase libro- de forma que la mayor parte de las cosas que se traducen en la actualidad enriquecen muy poco -o de otra manera- nuestro acervo cultural. Al afirmar esto me estoy refiriendo a la literatura de ficción, no a la literatura científica que apela a necesidades muy diferentes y posiblemente bastante reales. Este mercantilismo agudo que invade al mercado editorial está alterando también de manera palpable el compromiso del traductor al que aludí antes.
¿Quiere esto decir que lo que traduce en la actualidad el traductor literario no tiene ningún interés y que más le valdría dedicarse a otra cosa? Por supuesto que no. En primer lugar porque si se convierte en un profesional el traductor tiene que vivir de su trabajo y no hay ninguno que no imponga alguna sevicia a quien lo practica. La poetisa soviética Ajmátova tenía que traducir para ganarse la vida y lo hacía a regañadientes de manera que siempre le preguntaba a su secretario cuando le leía la versión: “¿Es ésta la traducción o todavía es el borrador?”, parafraseando aquello que un prócer político le preguntó a un aburrido funcionario que le leía un informe sobre su remota provincia: “¿Nos lo dicen ellos o se lo decimos nosotros?”. En segundo lugar porque como decía Cervantes de los malos libros, no hay traducción tan mala que no tenga algo bueno: para empezar el desafío linguistico que supone la traducción de cualquier texto, incluso del arancel aduanero común y esta belleza de las palabras, de las cosas enumeradas y clasificadas las vio muy bien el escritor francés Georges Perec. Y por último porque siempre caben alternativas: recurrir una vez más a la imaginación creadora y propulsora del traductor, imponerse a los criterios editoriales exclusivamente mercantilistas, insistir en los derechos adquiridos y adquirir otros nuevos, presentar proyectos de traduccion interesantes y novedosos, formar equipos y talleres, cooperativas profesionales en definitiva. Pero sobre todo -y con esto termino- no olvidar nunca que si como decía Heidegger (lo cité al principio de esta conferencia) sólo donde hay lenguaje hay mundo, como hay muchos lenguajes y muchos mundos, siempre será necesaria la traducción ya que si poseemos civilización -esto lo dice Steiner- es porque hemos aprendido a traducir a través del tiempo.
Conferencia pronunciada en Soria en febrero de 1997 y publicada en las Actas del Congreso.
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