Cuando llegué a la estación de Chamartín con la intención de emprender un corto viaje desde Madrid a una ciudad del Norte, tuve una vez más ocasión de comprobar la creciente fealdad de las estaciones o, quizás sería mejor matizarlo, su ausencia de belleza. De no haber sido por los raíles y las pesadas máquinas estacionadas en los andenes se habría podido pensar que se trataba de un aeropuerto o de cualquier vestíbulo de uno de los macrohospitales de la capital. ¿A dónde -me preguntaba yo nostálgica- fueron a parar las bóvedas acristaladas cuya inmensidad presagiaba la magnitud del viaje? ¿Aquellas escaleras de hierro troquelado donde subir y bajar era ya iniciar la aventura? ¡Qué sonoridad la de los dilatados espacios finamente matizados por el vidrio de las mamparas, ese sueño del cristal y del hierro en feliz maridaje! El restaurante, la cafetería, el vestíbulo, todo era una invitación al viaje, a la partida. Bastaba traspasar el umbral para que se perdiera toda noción del tiempo, para entrar en esa otra dimensión que sólo el tren consigue recrear verdaderamente, ese digno y ágil sucesor de la diligencia y el único transporte que todavía mantiene al hombre en su irrecusable terrenalidad que es -digan lo que digan- su verdadero elemento.
En el tren el hombre es mantenido en su justa medida, es transportado sin que se modifique un ápice su humanidad, sin que tenga que convertirse en centauro metálico, cabalgando sobre dos o cuatro ruedas, ni emular torpemente a las prodigiosas aves fingiendo creer que está realmente volando, ni en las negras entrañas de ningún buque superar a Jonás, pasmando a las pavorosas ballenas, mareándose más que mareando... En el tren las cosas permanecen en su sitio, pasan a nuestro lado, nos acogen, nos saludan, nos olvidan, nos dejan. Pero nada en aquella estación aséptica y mecanizada, climatizada e informatizada, conseguía recrear todo ese ambiente seductor y mágico.
Mi tren estaba ya en la vía y -cosa rara- aunque todavía faltaban quince minutos para que saliera, el público lo llenaba casi por completo. Pero yo me demoraba a propósito, paseándome por el andén para apurar hasta el último minuto la emoción de la partida y recuperar algo del perdido esplendor romántico e imprevisible de las antiguas estaciones de mi infancia. De pronto, un revuelo en el vagón de primera clase me devolvió a la prosaica realidad del presente, a la fría concreción de lo verdaderamente actual. Un hombre y una mujer -presumiblemente casados- de mediana edad, remilgados, que por un miedo atávico y muy extendido a perder el tren debían de llevar más de media hora ocupando su sitio, bajaron aterrorizados al andén y me enteraron de lo que ahí pasaba, al tiempo que un pobre diablo de edad indefinida, retrocedía ante ataque combinado de una extraordinaria banda compuesta por un ser encanallado, del sexo masculino y dos enanas obesas que con todas las armas a su alcance, bolsos, manos y pies, expulsaban al desgraciado de lo que ellos llamaban entre barrocos y encendidos improperios "su territorio". Dos vigilantes armados pusieron fin al alboroto y recogieron en sus brazos al aprendiz de brujo que se les entregó, agradecido, como a un mal menor, al tiempo que la rocambolesca troupe de delincuentes se escabullía hábilmente entre la multitud.
Ya se había restablecido la calma; faltaba poco para que el tren se pusiera en marcha. Los viajeros miraban a los familiares y amigos con esa cara de agobio y desazón que se producen cuando se han dicho ya todos los adioses, cuando se han agitado todos los pañuelos y vertido todas las lágrimas, en ese terrible momento en que el viajero ya no pertenece al presente. Me tocó sentarme frente a la puerta del compartimento, cosa que no me agradó, por las corrientes. Ante mí, una anciana leía ensimismada una gruesa novela policíaca cuya portada ponía los pelos de punta. A mi izquierda, del otro lado del pasillo, si es que se puede llamar así a la línea divisoria que separa la fila de asientos de a cuatro de esos trenes ultramodernos, se habían vuelto a sentar, muy agitados todavía, la pareja madura y convencional que, a pesar de su inveterada prudencia estuvieron a punto de perder el tren. Comentaban por lo menudo y a propósito de lo recién acaecido, un robo con escalo del que no habían sido víctimas pero que había sucedido en su mismísimo barrio, a plena luz del día. Su interlocutora era una cincuentona gorda y desvaída, algo acobardada por las furibundas miradas que su hija, aún adolescente, dirigía a la bolsa de la merienda que su pobre madre intentaba ocultar en vano entre las piernas.
Llevábamos poco tiempo en movimiento cuando por la puerta frontera a mi asiento entró un personaje muy singular. Era muy joven. Llevaba barba de pocos días y lo más definido de su indumentaria era una chaqueta de lana deformada por el uso y unos restos larguísimos de algo que en épocas mejores debió de ser una hermosa bufanda. Su aspecto era sombrío, huraño pero inofensivo. Resultaba divertido comprobar cómo, paulatinamente, sin palabras ni avisos previos, la inquietud se iba extendiendo por todo el vagón y, aunque yo no podía verlos, oía perfectamente el silencio reprobatorio de todos los ocupantes. El joven acabó sentándose frente a mí y junto a la viejecito lectora quien, por supuesto, no se había percatado de nada. La indignación y el estupor subían de punto entre mis vecinos de la izquierda y el hombre musitó a las mujeres que le rodeaban: "ya verán, ya verán cuando venga el revisor".
Y el revisor llegó. Investido de su indiscutible autoridad, nos fue pidiendo los billetes, uno a uno, sin apresurarse. Con su parsimonia demostró claramente que desde el principio había reparado en el presunto polizonte ya que, a pesar de estar entre los primeros, lo dejó deliberadamente para el final. Cuando se acercó a él, todos callamos, expectantes. No tenía billete. Los demás suspiraron aliviados, como si lo que más les molestara no fuera tanto su estrafalaria e incómoda presencia como la posibilidad, tan escalofriante como real, de que efectivamente lo tuviera. Pero no lo tenía y el orden cósmico no se había visto alterado. Todos recuperaron la seguridad en el sistema, esperando el castigo. El caballero de mi izquierda decía: "Se veía a la legua, se veía a la legua", más para convencerse a sí mismo que para glosar la evidencia. Me pregunté sobre lo que habría ocurrido si joven hubiera mostrado su billete pues, en teoría, la democracia es ansí y cualquier poseedor de un billete de primera o de cualquier otra clase, independientemente de su aspecto, tiene pleno derecho a utilizarlo. Y aunque las cosas habían sucedido como era previsible que sucediera, ¡cuán frágiles, cuán desconcertantes les había debido de parecer por unos momentos, a esas personas de holgado pasar, el suelo de las convenciones sociales!
El joven, mal encarado y peor trajeado, no tenía billete ni lo tendría nunca -ni de primera, ni de segunda, ni de ninguna clase. El revisor, hombre avezado en esas lides, no levantó la voz ni organizó alboroto alguno, se limitó a sugerir -eso sí, perentoriamente- al infractor que despejara el lugar y esperara, fuera del compartimento, por supuesto, la llegada a la primera parada donde tendría, por fuerza, que apearse.
El proscrito abandonó su asiento con deliberada parsimonia, no sin hacérselo de rogar más de dos veces. Desde mi sitio, confortablemente sentada, podía imaginármelo en esa tierra de nadie que separa los coches, ahí donde el frío no respeta abrigos ni el vaivén corpulencias, recostado contra el vagón de enfrente, las piernas recogidas en solícito abrazo. Es mentira, pensé, el sol no sale para todos, para alguno se retira deliberadamente. Hay un cerco de oscuridad en esas vidas, vidas sombrías relacionadas con oficios sórdidos, oficios cuyo solo enunciado es un desafío a la alegría, un "no estoy para nadie", vidas en perpetuo eclipse solar, vidas sacudidas por un prolongado sollozo, quedo, sin lágrimas, casi sin gemidos. Un vago sentimiento de piedad o cualquier otro movimiento del alma, me impulsó a levantarme e invitarle a una copa para que se le hiciera menos ominosa la hora larga que aún quedaba para llegar a la primera estación.
El era de Avila. Trabajaba en la sastrería de su padre y mientras el viejo dormitaba entre el batiburrillo de mangas y de hombros, él, a la única luz de una bombilla negra de moscas y de mugre, leía a los poetas. Pero, al cabo, no pudo seguir soportando aquel olor a plancha e hilo rancio y huyó. Se fue a Madrid sintiendo oscuramente que iba a salir derrotado. Primero trabajó en un mercado y por las tardes, cuando tocaban la campana para desalojar el inmenso local, se escondía entre los cajones de frutas escuchando a las ratas. Tampoco pudo soportar el olor dulzón de las frutas y verduras podridas. Se acordó de su padre y nuevamente huyó.
Entonces repartió propaganda en la Puerta del Sol. Dormía en cualquier parte. La tía de un compañero suyo, correturnos en los mengitorios del Retiro, le dejaba dormir en los lavabos, pero sólo podía ofrecerle ese acomodo los sábados, los domingos y los días de fiesta. Comía lo que los niños de la Chopera le daban de aquellos inmensos bocadillos con que les abrumaban sus madres. Pero otra vez el olor le expulsó, aquel terrible y penetrante olor de las letrinas.
Ya sin trabajo, se pasaba los días enteros en las calles. El trasiego de la capital aburrida de cansancio y trabajo le atraía poderosamente. Se habla mucho de la poesía de las estaciones, de su magia, de ese partir, volar, huir pero ¿y la llegada? La llegada a ninguna parte, a esos puntos neurálgicos de las grandes ciudades, esos islotes de"condenados a vida" que recogen lo que las estaciones han arrojado, donde miríadas de personas se afanan en imprevisibles tareas. Imposible determinar su procedencia, su raza, su destino. Proceloso mar humano que impetuosamente fluye y confluye en calles y callejas, ora saliendo de los infinitos autobuses, coches, taxis, metros, ora simplemente a pie. Personas de todo pelaje e indumento. Ricos, pobres, hombres, mujeres. Las mujeres sobre todo le fascinaban. Mujeres indescriptibles, con atavíos imposibles, de edades tan difíciles de precisar como sus atuendos. Mujeres con niños y sin niños. Mujeres y hombres extraviados, vagando solos por ese inmenso y multiforme desierto poblado.
De pronto, un buen día, todo el peso de la miseria ajena se le vino encima y se sintió sepultado entre los muros de las viejas casas de la ciudad que se le antojaron las gigantescas olas del Mar Rojo que no se retirarían precisamente a su paso. El mundo de las formas se le hizo insoportable. Y enloqueció.
En su desvarío se vio condenado a sobrellevar la disparatada hermosura de los nombres de esas calles a las que ya no bajaba nunca. Los nombres de las calles... los repetía y su sonido le destrozaba el corazón. Le conmovían, le estremecían, le llenaban la boca y los sentidos, restallaban en sus oídos. Los decía y surgía la calle, desnuda, cruda, despojada ya de toda vida, habitada únicamente por su nombre que contenía en esas pocas letras todo el dolor del mundo. Mira el Río Baja, Ribera de Curtidores, Calle de la Amnistía, Callejón del Gato, Costanilla de los Desamparados, calle de Válgame Dios.... Los iba desgranando como una letanía, uno tras otro los repasaba como las cuentas de un rosario infinito a cuyo rezo ya nunca podría sustraerse, y acababa rendido, exhausto, como si en vez de nombrarlas, las hubiera recorrido a la carrera, rozando con sus dedos las paredes, como un niño, sin detenerse tan siquiera en los portales que, de pronto, se le antojaron quizás más feroces, infinitamente más aterradores que los nombres de las calles que los alojan. En su vertiginoso divagar veía abrirse y cerrarse sus fauces anchísimas, las oscuras puertas que prometen la luz del patio, que salvaguardan la escalera, que custodian las habitaciones privadas, donde cualquier crueldad, donde cualquier abandono, donde cualquier miseria, es posible.
Pero un día, algo sucedió. Comprendió de repente, no recuerda porqué, que en contra de lo que le habían contado los poetas, era mucho mejor vivir que soñar. Y decidió volver.
Me reintegré al vagón. Lo dejé en su equilibrio inestable, fumando silencioso. Fuera se divisaban las murallas de Avila. Era tarde y el sol, culminando su sacrificio ritual, incendiaba del todo la piedra roja de esa roja tierra a la que ya ninguna sangre que se derrame tiñe. Esa tierra de una dureza inexplicable, donde el frío congela al miedo. Miré a mis compañeros. Todo seguía igual, la señora de la cesta de mimbre, a pesar de su hija, había merendado. Los demás seguían comentando los sucesos del día. La anciana proseguía su lectura inmutable, ciega como el destino.
Es curioso, pensé, todos en este tren, la pareja aprensiva, la madre despreciada, la lectora inconsciente, el joven polizonte, yo misma, perseguimos sin duda algún designio. Pero ¿quién es más sabio al fin al cumplir su destino, el que con obediencia, por la senda trillada, camina a donde va, o el que sin compromiso, sin someterse al bien, regresa a donde quiere?
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