Octubre de 1994. Riaza. No paro. Ni siquiera en aquellos lugares a los que voy, me detengo. Eso me enfurece. Por ejemplo he saludado al mar de lejos este año en dos ocasiones, en medio de una fatiga y una cercanía imperdonables, y me siento en falta, como un católico que va a comulgar en pecado. ¡Menos mal que he podido venir este fin de semana! Sobre todo teniendo en cuenta que el mes que viene el frío será ya insoportable. Pero por ahora la temperatura no puede ser más agradable. Blandos vientos otoñales abrazan la llanura, montes y jardines y se puede tomar el sol abrigada y sin que te abrase que es como a mí me gusta. Incluso mis viejas y destartaladas tumbonas (habrá que jubilarlas algún día) se me antojan verdaderos divanes de placer, desparramada sobre ellas, sintiendo la caricia del sol, tibio y algo velado por unas nubes delicadísimas que surcan -puro manto- el cielo, de un azul adorable, como en el poema de Hölderlin (de azul adorable florece/el techo de metal del campanario) Ya la semana pasada sentí esa gozosa nonchalance, ese dejarse llevar por la naturaleza, terrible madrastra y tremenda corruptora, que disuelve tu mente y pulveriza cualquier pensamiento o sentimiento. Fue una experiencia casi mística, como se dice ahora a la primera de cambio pero esta vez, aunque me agradaría repetirla (y en cierto modo lo estoy haciendo), me he traído el ordenador para disciplinar mi mente y domar mi sensibilidad.
... Quinto día de reclusión solitaria. Curiosamente no siento exaltación alguna en este singular estado, singular en toda la extensión de la palabra, como diría Galdós en boca de mi admiradísima doña Lupe la de los pavos. Quizás porque al tenerme que enfrentar a la acción me hago más pragmática. Y con razón, porque tengo que prepararme para la panzada de actos culturales y traductivos que me esperan a partir de la semana que viene y que se prolongarán hasta finales de año. Por eso tengo que dejar bien atado el “affaire Thyssen”, de manera que no me coja desprevenida el giro que puedan tomar los acontecimientos, en particular después de la salida de pata de banco de la buena señora enviándome a un mercenario para amenazarme. No me importa servir de vehículo para mentiras infamantes siempre que no me vea yo implicada personalmente en ellas, es decir, siempre que no tenga que corroborarlas con mi testimonio personal. Más que la mentira en sí misma, que en definitiva y en particular en este caso, no es más que el embellecimiento de una grimosa verdad, lo que me fastidia es que se trata de una inexactitud y eso me resulta intelectualmente insoportable. Por alguna razón he puesto el dedo en la llaga y les he hecho pupa. Tengo que tener mucho cuidado de que la mierda ajena no salpique mi inexistente gloria literaria. “No acceder al sagrado cúmulo de incontadas infamias, ahí donde morir es contagioso,”
...Debería de tomar, de una vez por todas, una decisión: o escribir a mano o utilizar el ordenador para los diarios. No quiero estar yendo de una página a otra de mi vida fluctuando al son que me tocan las circunstancias. Además, esta escritura a mano, ya lo he dicho otras veces, obliga a refrenar el pensamiento, impone un ritmo bueno para lo íntimo. No está mal tener esta disciplina física de la mano, hacer esa separación de lo elaborado para lo público y lo espontáneo para lo privado. Dejemos el ordenador para otras labores más públicas y conservemos una parcela de intimidad a salvo de las impaciencias del lenguaje. Fusi me dice que escribe sus libros de investigación a mano y eso me llena de asombro. Su mente se ve, pues, obligada a retroceder manualmente, no puede recurrir a esos compartimentos estancos que facilita el ordenador, que procede, en definitiva, con nuestro cerebro, a cuya imagen y semejanza está hecho.
.... ¿La utilidad de estos cuadernos? Casi una obsesión: escribir para olvidar, no para recordar, para descargar la memoria de una carga infinita, pesadísima, de ese acarreo constante de casos y cosas, de gente que depende de mí -o al menos eso creo- ¿Complejo de Cristo o, de manera más pagana, de gigante Atlas? Pero a la larga es una tarea inmensa despojar la anécdota de todo el follaje que la oculta. Separar el grano de la paja. Lo malo de hacer esto es que acaba uno convirtiéndose -lo quiera o no- en un testigo de su época, y eso le crea deberes, ni escritos ni legislados, de escribir, ya que no de legislar, sobre lo que ve, oye, etcétera. Lo he pensado muchas veces: al escribir un diario se convierte uno en una especie de notario (un tanto subjetivista y partidista) de la realidad de su época, así como de la imaginería ficcional, que diría un mediatólogo. Por eso hay cosas impublicables en vida si no quiere uno que le partan la cara y le cierren todas las puertas. Incluso las cosas más dolorosas del pasado, se pueden volver contra nosotros, estallando en nuestras manos como una granada de una vieja guerra que explotara cincuenta años después matando al nieto de quien la lanzó. ¡Claro que es el pasado quien nos devora y como resultado inmediato, el presente, porque es en el presente donde se sitúa la injesta. En este presente que hemos ido labrándonos día a día, con toda esa maraña de hechos oscuros que a su vez también hemos ido generando y tapando, y así sucesivamente. ¡Cómo si no fuera suficiente con la vida, la complicamos todavía más con los subterfugios que ponemos en pie para no vivirla! ¡Qué enrevesada es entonces bajo su aparente simplicidad biológica!
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