El pasado 3 de febrero moría, a los 90 años, George Steiner, el pensador contemporáneo que más ha contribuido a clarificar posturas. De nacionalidad francesa y origen judío alemán, su dilatada obra y sus principales vías de reflexión abarcan, en sustancia, tres aspectos: el político, el filosófico y el lingüístico, siendo este último uno de los más relevantes para los que nos dedicamos a la lengua y su más sólido punto de referencia. La teoría y la práctica de la traducción le deben mucho, por no decir todo. Su libro Después de Babel, supuso un hito en ese tipo de reflexión, que abarca, además todos los aspectos de la creación literaria, la crítica literaria y la comunicación.
Su predicamento e influencia era tal que no creo que haya profesor ni crítico literario que se precie que no lo haya citado, e incluso leído. Y es natural, porque Steiner era uno de los intelectuales más honestos de los últimos tiempos, y no hemos gozado de muchos pensadores de los que se pueda decir lo mismo durante la segunda mitad del siglo pasado. Un siglo que precisamente él supo diseccionar de manera lacerante, debido a las características y a los avatares de su biografía y de su origen judío que llevó a su familia a exiliarse por distintos lugares del mundo, convirtiéndole en cuatrilingüe; por eso en la entrevista que le hizo Borja Hermoso en La Nación, en 2016, dijo algo realmente provocador:
¡Yo le debo todo a Hitler! Mis escuelas, mis idiomas, mis lecturas, mis viajes... todo. En todos los lugares y situaciones hay cosas que aprender. Ningún lugar es aburrido si me dan una mesa, buen café y unos libros. Eso es una patria. "Nada humano me es ajeno". ¿Por qué Heidegger es tan importante para mí? Porque nos enseña que somos los invitados de la vida. Y tenemos que aprender a ser buenos invitados. Y, como judío, tener siempre la maleta preparada y si hay que partir, partir. Y no quejarse.
Y a propósito de la capacidad de provocación de sus propuestas, recuerdo una conferencia que dio en el Círculo de Bellas Artes, en 2001, donde se reunió a lo más cremoso de la sociedad lectora. Algunos mantuvieron durante toda ella una actitud suspicaz e incrédula, acusándole de explicarlo todo a la luz del Holocausto y del pensamiento judío y en mi entorno pude oír cosas como: "¡y dale con los judíos!" Y ante un comentario que hizo sobre el horror de los jemeres rojos en Camboya, alguien exclamó a gritos, ante el estupor del conferenciante: "¿Y Argentina, qué?" Pero él siguió con lo suyo y se extendió sobre el tema elegido, que conocía y que desarrolló tan bien: el fin del lenguaje.
La humanidad, explicó Steiner, ha asistido últimamente a muchas revoluciones, siendo la más importante de todas ellas la del fin del lenguaje, originada por una duda que se sembró en cierto momento de la historia contemporánea, concretamente a partir de la Primera Guerra Mundial. El lenguaje -continuó- ante determinadas agresiones, enmudece y enferma. Por otra parte, esta revolución, según Steiner, tiene sus raíces muy hondas en la crisis del judaísmo. Si se analizar las grandes figuras que intentaron revolucionar el lenguaje, Kraus, Wittgenstein, Freud, Jakobson, Chomsky, Derrida, vemos que todos son judíos. Todos, pues aunque Derrida fuera católico, en su familia directa hubo nueve rabinos. "El judaísmo es un monólogo de cinco mil años con Dios, un comentario perpetuo. La revolución consistió en cuestionar su autoridad. ¿De qué sirven nuestros comentarios -se pregunta el judío después del Holocausto- si no nos han salvado del horror? Después han venido muchos otros horrores". Agamben, el pensador italiano que ha venido a sustituir a Derrida -prosigue Steiner- dice que ya no es posible ninguna representación lingüística. Dios es el que nombra y es el nombre. "Ya no tenemos nombre para el nombre. La muerte de Dios significa que el lenguaje ya no puede dar nombres".
Convertir la ciencia en metáfora
Pero él mantenía que estábamos en un periodo de transición y un gran momento para otras formas de expresión como la arquitectura y la informática. "Los humanistas tienen que hacer los deberes y encontrar gente que convierta la ciencia en metáfora" y consideraba que eso era una señal para ser optimista.
Algunos han pretendido minimizar la eficacia de sus propuestas, acusándolo de no ser un sabio, sino tan sólo un intelectual, como si esto fuera un delito y no una característica del siglo XX. ¿Y qué es un intelectual? De todas las definiciones me quedo con una que no lo es: Flaubert confesó a un corresponsal que a él le hubiera gustado ser "un pensador, un desmoralizador". Ahí está muy bien resumida la misión del intelectual: reflexionar, dudar, provocar. Pero hay una cosa muy clara: con su muerte, los sabios ya no son de este mundo.
Publicado en Libertad Digital, el sábado 8 de febrero de 2020, con el título de "La muerte de Steiner y el fin del lenguaje".
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