Como esas celebraciones familiares de las que todo el mundo echa pestes pero a las que todos acuden sin faltar una sola vez, año tras año, la cita con los escritores del noventayocho parece insoslayable. Aunque moleste a muchos, lo que al principio pareció una invención ciertamente objetable se ha convertido, a cien años vista, en un tema obligado de reflexión y análisis. Se ha iniciado, con más virulencia que nunca, un proceso inevitable de revisión y de “desconstrucción” que pretende poner las cosas patas arriba para mejor volverlas a colocar en su sitio. Pero ni apologistas ni detractores pueden sustraerse a la influencia de quienes empezaron a manifestarse por aquellos años finiseculares, bastante más apasionantes de lo que sus protagonistas se permitían suponer. Tanto, que todavía no se han apagado los ecos de sus planteamientos intelectuales. Parece que ya ha llegado la hora de poder hacer el balance de sus consecuencias políticas y literarias.
“No hay España que valga”, dijo Ortega y Gasset, y lo mismo se podría decir de esa generación que él fue el primero en sacarse de la manga y sin embargo... Sin embargo parece ya inútil resistirse a esa clasificación asumida por todos, principalmente por comodidad y claridad didácticas. Vicente Cacho Riu llama la atención sobre algo que muy pocos comentan: que fue Ortega el primero en referirse a ella, pero pensando en quienes, como él, eran en la fecha de marras unos adolescentes: Ramón Pérez de Ayala, Gómez de la Serna, el propio Ortega... Ahora nos parece más lógico. Cuando poco después Azorín recogió el término para los suyos, Ortega, curiosamente, no protestó por ello. Los que sí protestaron fueron los implicados. Pero era ya demasiado tarde. La denominación hizo fortuna y no sólo prosperó sino que el primitivo núcleo de “los tres”: Baroja, Azorín y Maeztu, se fue, con el tiempo, ampliando. Muy pronto fueron cinco, con Ganivet y Unamuno, y luego más.
No podían quedar fuera, ni por edad ni por otros criterios, Antonio Machado, Valle Inclán, Rubén Darío y su secuela “modernista”: Manuel Machado, Benavente, Maragall. La lista empieza a complicarse seriamente, hasta el punto de que fluctúa hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, enriqueciéndose (o lastrándose como se quiera) con nombres como Blasco Ibáñez, Dicenta, Villaespesa, Rusiñol. Porque también hay pintores (unos escriben y otros no): Ricardo Baroja, Solana, Regoyos, Sorolla, Zuluoaga, los Zubiaurre. Pintores, músicos, bohemios, escritores -trasnochadores todos- que van a las mismas tertulias, de café en café, atravesando la calle de Alcalá (“Salón de los pasos perdidos de Europa”, lo llamó Corpus Barga), siguiendo unas leyes migratorias muy parecidas a las de las aves, según soplara el viento, o la temporada... Hay muchos noventayochos dentro del noventayocho, porque fue una generación espontánea, callejera (otra vez Corpus Barga), y en torno a ella se cobijaron muchos, más de los que cabían, a toro pasado. Y no sólo los llamados modernistas (a quienes durante un tiempo se enfrentó a los noventayochistas para después volverlos a reunir de nuevo), término que referido a España es aún más forzado que el noventayochista. Porque no hubo auténtico modernismo en España, el modernismo es un fenómeno hispanoamericano y sólo por influencia de Rubén Darío tuvo aquí su momento. Gerardo Diego rastreó muy bien la escasa impronta de este movimiento esteticista, incluso en los mejores: los Machado, Juan Ramón Jiménez, Valle Inclán.
Aquellos jóvenes inquietos y capaces, con la arrogancia desdeñosa de la juventud, pero sin desdeñar la ayuda de sus mayores, pugnaban por hacerse un sitio en el mundo de las letras. No dudaron, tontos serían, en acogerse a la anchurosa sombra de la Pardo Bazán, de Valera y de Pérez Galdós ¿No habían sido éstos los primeros que denunciaron los males de la patria? ¿Los primeros en poner el dedo en la llaga, en hacer profesión de intelectuales comprometidos y trascender su mera función de novelistas? Tampoco dudaron en desmarcarse de ellos y tomar las suficientes distancias, o en meterles el dedo en el ojo, si era preciso. Capacidad tenían para ello, para seguir adelante, solitos. Lo que caracteriza a este grupo (me refiero, en particular, a los “importantes”, a Baroja, Maeztu, Azorín, Valle Inclán, Unamuno, Machado), que como todos los grupos no tiene conciencia de serlo, no es tanto su ruptura con lo anterior (ya estaba abierto el surco por el que sembrarían), sino el respeto por su individualismo, la ausencia de concesiones literarias, la búsqueda deliberada de originalidad, aún a riesgo de quedar marginados, de forma que no es extrañar que, por ejemplo, Blasco Ibáñez, adscrito a ellos por coherencia generacional, desentone, en lo político, por su activa militancia, y en lo literario por sus concesiones a los más bajos instintos del público lector.
No pretendo acusar de artificiosa la originalidad de la obra de estos escritores, pero es sorprendente que un grupo que todos aceptamos como tal, pueda resultar tan poco homogéneo y, sin embargo, tan coincidente. Desde el punto de vista del estilo, la incongruente genialidad narrativa de Pío Baroja no es comparable a la estudiada naturalidad de Azorín. La empresa profético-poética del filósofo Unamuno no tiene nada que ver con la profunda vena poético-filósofica del poeta Antonio Machado, ni ninguno de los dos con la maniática y obsesiva misión estética de Juan Ramón Jiménez, empeñado en ser “poesía y no poeta”. La obra de Valle Inclán trasciende cualquier filiación contemporánea: no se parece a ninguna otra. No, no hay generación del noventayocho que valga. Hay un puñado de escritores, una explosión de creadores inmensamente ricos espiritualmente que lucharon por dar expresión cabal a sus respectivas inquietudes. Lo que les caracterizó no fue la coincidencia de estas últimas, fue su expresión. Fue esa gigantesca y fecunda labor de depuración del lenguaje.
Publiado en La Gaceta de los Negocios”, Madrid, 1998
Últimos comentarios