A los catorce años, Victor Hugo (Besançon, 1802-París 1885), escribió lo siguiente en sus cuadernos escolares: “quiero ser Chateaubriand o nada”. Estaba tan convencido de su éxito futuro que a un editor al que llevó sus primeros versos, como no quería publicarlos, le dijo que si lo hacía estaba dispuesto a firmar con él toda su producción futura. Sin duda, el editor tuvo ocasión de mesarse los cabellos porque Hugo alcanzó tal popularidad y su influencia pública y literaria en todo el mundo fue de tal envergadura que se convirtió en el referente obligado de cualquier poeta atacado de romanticismo agudo, logrando con creces su deseo de asemejarse a Chateaubriand. Y lo siguió siendo por mucho tiempo, hasta que, a finales del XIX, fue fagocitado y superado por los simbolistas. Hugo, cumplida su misión, se diluyó en la no tan larga lista de padres de la literatura moderna y su reputación conoció grandes altibajos. Él mismo, llegó a saber al final de su vida lo que era el olvido e incluso el desdén de sus contemporáneos. Literatos y críticos se dividieron en hugólatras y hugófobos. En España, país de romanticismo atemperado, fueron más numerosas las traducciones y adaptaciones de sus obras que las influencias indelebles, a pesar del sonado plagio protagonizado por Campoamor en 1875 del que le defiende Juan Valera demostrando que toda literatura es literatura digerida y aunque admite que aquel "ha casi literalmente ingerido" sesenta o cien frases, pensamientos y sentencias de Victor Hugo, estas son indignas del autor de las Doloras. Evidentemente, el enorme prestigio de Hugo no era unánime. Sin embargo Larra, que era medio francés, le consideraba “el primer poeta del siglo XIX”, aunque le irritara, como a tantos otros españoles, su peregrina interpretación de España, fruto a su vez de la influencia que tuvo nuestro país en su vida cuando, entre 1811 y 1812, con solo nueve años, tuvo que reunirse en Madrid con su padre, el general Hugo, que había acabado con Fra Diavolo en Nápoles e intentaba terminar en España con las guerrillas… La historia y las circunstancias familiares dieron al traste con la “carrera española” de todos y Victor regresó a Francia con su madre un año después. José Bonaparte había ennoblecido a su familia, y ese título de grande de España, traspasado a Francia, intensificó su leyenda cuando el poeta se convirtió en un acérrimo enemigo de Napoleón III y partió al exilio. Su fama ulterior le hizo mantener correspondencia con algunos españoles notables, como don Emilio Castelar, quien prologó, a petición del propio Hugo, la traducción española de "Historia de un crimen", publicada en 1878 en Madrid y en Valparaíso, casi al mismo tiempo que en Francia. De esta obra se hicieron quince ediciones en dos años y el prólogo de Castelar se tradujo al francés en folleto. Pero, sin duda, sería Rubén Darío quien, a través de Jean Moréas, Catulle Mendès y Verlaine, a los que conoció en París en 1893, se convirtió en el máximo hugólatra en lengua española y en el mayor artífice de su difusión en el ámbito hispánico, a un lado y otro del Atlántico.
En 1935, el Instituto Francés de Madrid celebró el cincuentenario de la muerte de Victor Hugo con una exposición de dibujos originales, estampas, manuscritos y libros. Por primera vez salían de París las piezas celosamente guardadas en la Casa Museo del poeta. Colaboraron entre otras personalidades de la época, Lafuente Ferrari, director a la sazón de del departamento de Estampas de la Biblioteca Nacioinal, el editor Teófilo Hernando, presidente de la Sociedad de Bibliófilos, Ignacio Bauer, aquel enigmático banquero judío, amante de las bellas artes, que montó en su día un poderoso grupo editorial, la CIAP, José Bergamín, que prestó algunas piezas de su colección, José Lázaro Galdiano y otros. Además de varias piezas relacionadas con España, se mostraban numerosas traducciones cuyas tempranas fechas denotaban la inmediata recepción de las obras de Hugo en España, donde se reseñaban sus libros y se representaban sus dramas casi al mismo tiempo de su aparición, aunque hay que señalar que no siempre gozaban del favor de la crítica. Se puede, pues, asegurar, que a finales del siglo XIX estaba ya traducida toda su obra al español. Entre las ahí reseñadas figuraba la adaptación de Ventura de la Vega de El Rey se divierte, que aquí presentamos. Ventura de la Vega (Buenos Aires, 1807-Madrid, 1865) es autor de una dilatada obra lírica y dramática y libretista de zarzuelas para maestros tan reputados como Barbieri, Calleja y Gaztambide. Al igual que muchos otros autores teatrales del momento, adaptó al castellano numerosas comedias francesas de salón, en particular de Eugène Scribet (1791-1861), el Shakespeare enamorado de Alexandre Duval (1767-1842), así como El Rey se divierte, y que apareció en Madrid en 1838, en la Imprenta de los Hijos de Doña Catalina Piñuela. Para terminar con sus traducciones consignaré que la versión de la Eneida de Virgilio, publicada en 1898 por la Librería Fernando Fé, en el primer libro figura como traductor don Ventura de la Vega. Su versión de El rey se divierte, publicada en 1838, tiene un gran interés traductológico, pues al ser contemporánea del texto original, refleja el estado de la lengua de la época de una manera mucho más fidedigna que las traducciones hechas después. El traductor se ve obligado a trabajar la lengua de una forma que no es natural pues no la utiliza como expresión del pensamiento propio sino como transposición e interpretación del ajeno y lo hace con las palabras de su época. Por eso nada hay menos definitivo que una traducción y por eso cada época tiene su manera, o si se prefiere, su estilo de traducir que es el que impera en el momento en que le toca vivir al traductor y que va referido a la evolución de la lengua. Un texto original puede ser inmortal pero su traducción, sobre todo si es de una obra clásica, cambiará a lo largo de los años porque la lengua cambia, y con ella la lengua del traductor. Y es que, como observa George Steiner, traducimos a través del tiempo. Durante el siglo XIX hubo otras traducciones de El rey se divierte, aunque ya más distanciadas: la de Jacinto Labaila quien además tradujo las obras completas de Hugo entre 1886-1888, publicadas en Terraza, Aliena y Compañía; la de Cecilio Navarro, en Daniel Cortezo y Cía, 1884. A principios del siglo XX la vemos reproducida en “La novela ilustrada”, en 1900; en “La novela breve”, en 1910, con el título de “El Parricida” y en la revista “Novelas y Cuentos”, en 1928. Pasarán cincuenta años hasta que aparezca una nueva traducción, esta vez obra de María Juana Ribas, en el volumen prologado y editado por Teresa Suero Roca, Teatro escogido: Oliverio Cronwell, Hernani y El rey se divierte, Bruguera, 1972.
"El rey se divierte" se estrenó el 22 de noviembre de 1833 en el Théâtre Français y al día siguiente la censura suspendió las representaciones; poco después el Ministerio de Comercio y Obras Públicas transformó dicha suspensión en prohibición definitiva. A pesar de ello, el editor Renduel imprimió la obra y Victor Hugo inició un pleito contra el Teatro por incumplimiento de contrato. El escándalo fue total, habida cuenta que la Carta Constitucional de 1830 prohíbe la censura. Un escándalo que Victor Hugo, ducho en esas lides, estaba perfectamente preparado para afrontar. El proceso dio ocasión a un alegato memorable por parte del escritor y a un considerable aumento de su popularidad; como se decía en los periódicos, fue mucha más gente a la vista que al estreno. Las acusaciones estaban centradas en la indecencia de la obra pero en realidad enmascaraba el malestar por la burla implícita a la monarquía reinante, a pesar de estar ambientada tres siglos antes, durante el reinado de Francisco I. Los protagonistas son el monarca y Triboulet, su bufón, uno de esos “locos” que, durante la Edad Media hasta los albores del siglo XVIII, los monarcas europeos se complacían en tener junto a ellos. Además de la pintura (Velázquez, Carreño, Tiziano, Sánchez Coello o Juan van der Hamen y León), que ha reflejado de manera notable la presencia palaciega de estas personas con “taras” físicas (véase Alfonso Pérez Sánchez, Julián Gállego y otros: "Monstruos, enanos y bufones en la corte de los Austrias". Exposición del Museo del Prado, 1986 y José Moreno Villa: "Locos, negros y niños palaciegos. Siglos XVI y XVII". La Casa de España en México, 1939), también la literatura se hace eco de ellas. Bastaría con citar a Shakespeare y sus bufones, al Arlequín de la Commedia dell’Arte y a los “graciosos” del teatro del siglo de Oro español. En este sentido El rey se divierte es una pieza de primer orden, y no solo por el escándalo que la rodeó, sino por la ajustada descripción de su principal protagonista, el bufón Triboulet, y la manera magistral en que su tortuosa personalidad va tejiendo la trampa en la que él mismo caerá. Ese retorcimiento se refleja en la etimología de su nombre: "triboler", en francés antiguo significa atormentar, atribular, cosa que no deja de hacer nuestro bufón. La misión de los bufones de corte era más compleja que la meramente burlesca, y hay evidencias de que ejercían una función admonitoria, al tiempo que con su apariencia fuera de canon (Triboulet como sabemos es jorobado) servían de contrapunto a la “normalidad” y sobre todo a la excelencia del modelo real, bien para realzarla, bien para frenarla.
Triboulet existió en la realidad y, efectivamente, Francisco I, tuvo un bufón así llamado. En este caso el apodo podría ser hereditario ya que entre los siglos XV XVI hubo otros tres Triboulet. El primero trabajaba para René de Anjou y fue esculpido en una medalla por Francesco Laurana en 1461. Del Triboulet de Francisco I también existe un retrato en el Museo Condé de Chantilly. Triboulet, el hostigador, se convierte en la obra de Verdi en el no menos peligroso y desgraciado Rigoletto, cuyo libreto, obra de Francesco María Piave, está basado en la obra de Victor Hugo y que se estrenó en el teatro de La Fenice, de Venecia, en 1851 con considerable éxito. No es la primera vez que Victor Hugo pone en lugar destacado la malformación y la enfermedad, así como otras patologías del comportamiento psicológico y social. Triboulet (1832), Quasimodo, el jorobado, sordo y tuerto de "Nuestra Señora de París" (1831), así como los numerosos personajes de la corte de los milagros de "Los miserables" (1862), son otros tantas ocasiones de reflejar esa sensibilidad hacia la marginalidad que, en su utópica ideología de corte progresista (y nada racionalista por cierto) Hugo cree será superada por los logros de la Revolución puesta al servicio de la Razón y de la Justicia. Aunque tal vez hubiera otros motivos para explicarlo… Henri Heine, en sus "Cartas a la Gaceta de Augsburgo" afirmaba que Victor Hugo era jorobado. Se lo había contado el editor Renduel, que había visto al poeta cambiarse de camisa. También lo afirma Philarète Chasles en sus "Memorias", a lo que Paul Meurice replicó con estos versos:
"¿Es verdad que Hugo es jorobado?;/Dos escritores lo han contado./Dos escritores que son famosos críticos,/Heine y Chasles lo han dicho; parece irrebatible;/No obstante en muchas ocasiones/Para comprobar ese defecto de armonía/Le he mirado la espalda y por mi parte creo/Que se trata simplemente de la joroba del genio."
Introducción a El Rey se divierte, Victor Hugo, versión de Ventura de la Vega, Introducción de Julia Escobar, Colección Empero, Ediciones Cinca, Madrid, 2014
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