Uno de los libros que he comprado en la Feria del Libro de ocasión de Recoletos es el de D. José Deleito Piñuela titulado El Rey se divierte. Recuerdos de hace tres siglos, que forma parte de una serie de libros dedicados al reinado de Felipe IV, “el Rey poeta” de este emérito historiador, catedrático de la Universidad de Valencia y Correspondiente de la Real Academia de la Historia, sobre el siglo XVII. La edición es de 1935, editorial Espasa Calpe y el comprarlo ha sido puro vicio porque ya lo teníamos en casa, publicado por Alianza Editorial, pero me pudo el hecho de que estaba intonso y es tal el placer que me proporciona abrir las hojas con un abre cartas, que no me pude resistir. Busqué entre mis papeles algunas notas que tomé de una ya muy lejana lectura y esto es lo que he podido extraer.
Para empezar, lo que me llamó la atención es un contraste muy especial de ese siglo ya de por sí tan complicado. Se trata del que existe entre la sobriedad privada, la frugalidad en las comidas que tanto sorprendía a los visitantes extranjeros y la magnificencia que ostentaban nobles y particulares en las solemnidades, en las recepciones palaciegas y en las fiestas privadas. Tal nos cuenta Cervantes en las bodas de Camacho, tal nos refieren los cronistas de la época sobre los festejos y comilonas habidas en la bucólica visita que hizo el rey Don Felipe IV a Andalucía. Acompañaba al Rey, entre otras personalidades del momento, D Francisco de Quevedo que relató los pormenores de la ruta en jocosa carta dirigida a su amigo el Marqués de Velada. Duro el viaje en total 69 días y además de barberos, carpinteros, médicos, y hasta un algebrista para componer los huesos descompuestos, llevaba su Majestad sólo para hacer boca en el camino, el siguiente cortejo: un panadero, un oblier, cuatro de panatería, dos fruitiers, el comprador, el potagier, el busier, dos cocineros, cuatro ayudantes, cinco mozos, seis galopines, el pastelero y el aguador. Aquí y allí ilustres lugareños honraron a su señor con exquisitos manjares y el viaje culminó con la llegada al Bosque de Santa Ana, donde fueron recibidos suntuariamente por el Duque de Medina Sidonia. La relación de materias primas utilizadas durante los festejos es harto elocuente: 700 fanegas de harina de flor, de las cuales 100 eran para los perros de su Majestad y del Duque, 80 botas de vino añejo; 10 botas de vinagre, 200 jamones de Rute, Aracena y Vizcaya; 400 arrobas de aceite; 300 arrobas de uvas, orejones, dátiles y otras frutas; 100 tocinos; 600 barriles de salmón, atún y pescados; 50 arrobas de manteca de Flandes; 1000 arrobas de cajas de conservas; 100.000 huevos.
De Huelva se enviaron 500 barriles de escabeches de lenguados, ostiones y besugos, más otros 1.900 que habían llegado de Sanlúcar, amén de la infinidad de empanadas y pastelones de lampreas que se iban fabricando en el Bosque. ¡Ah! Y sin olvidar las seis cargas de nieve que tenían que venir diariamente de Ronda para complacer el gusto de la época por las bebidas frías y los sorbetes. La magnificencia de esas fiestas fue tal que el Dr. Thebussem calificó las bodas de Camacho de penitencia de monje.
Este alarde por así decirlo público no hace sino más patente la crisis y la escasez cotidianas a la que a veces no escapaba ni la familia real. Hay días en que hasta en la casa de la Reina falta de todo pues los proveedores, impagados, se niegan a entregar sus mercancías. La esposa de Felipe IV, la reina María Ana, se queja de que no le sirven pasteles y el propio Rey en ocasiones se ve obligado a sustituir el pescado por “huevos y más huevos”. Y si los poderosos de la tierra, a pesar de los desatinos cortesanos y las pantagruélicas fiestas, se ven en la intimidad obligados al ayuno, del Rey abajo, peor.
Si entramos en la intimidad de los hogares y en el bullicio de los mercados, veremos que la situación no puede ser más precaria. Para luchar contra el alza de precios las autoridades prohíben el acaparamiento de víveres, tanto a particulares como a mesoneros. El viajero, si quiere comer, tiene que comprar los alimentos y dárselos a su hospedero para que los aderece o bien comer, si está en la ciudad, en uno de los muchos figones que hay en ella y cuyas tarifas están establecidas por la municipalidad. La prisa y la escasez de dinero crean ya establecimientos pequeños, llamados “bodegones de puntapié”, simples mostradores instalados en plazas y encrucijadas donde se puede comer de pie platos preparados de dudosa procedencia, especialmente las empanadillas que según el malicioso Don Pablos, el Buscón de Quevedo, estaban hechas de cadáveres de los condenados a muerte, y él debía de saberlo porque era sobrino del verdugo de Segovia, razón por la cual, como buen cristiano, nunca olvidaba rezar un Ave María por el alma de difunto cuando comía una de ellas.
¿Y en casa? ¿Qué comen los, ora frugales, ora desmedidos contemporáneos de Quevedo? Preferiblemente carne guisada o en escabeche, abundantemente especiada y condimentada, sobre todo con ajo, pimienta y azafrán, para tormento de extraños. Los platos más de moda son la olla podrida y el manjar blanco, cuya receta nos ha transmitido el cocinero de Felipe III, Francisco Martínez, que consiste en un picadillo a base de pechugas de gallina, cocido en leche, azúcar y harina de arroz. Los postres, de tradición morisca, son más variados: pasas, frutos secos, yemas de huevo, confites y pasteles a base almendra. Como no se puede hacer acopios de alimentos, la visita a los abastecedores es obligada y el consumo familiar muy reducido. Los españoles de esta época hacen una sola comida al día, la del mediodía, y por la noche no toman nada caliente. En las casa ricas la comida se compone de uno o dos platos de carne, pescados y huevos en Cuaresma. En las pobres, verduras cocidas, habas, lechugas, queso y aceitunas. En cuanto a las bebidas se consumen frías, agua de naranja, de fresa y horchata que gracias a los pozos de nieve se pueden preparar incluso en verano, pero la bebida más popular es el chocolate, traido de América que se bebe en el desayuno y en cualquier momento del día, naturalmente espeso.
El hambre sin decoro, el hambre ostentosa y descarada, la practican casi en exclusiva dos instituciones muy renombradas: los estudiantes y los mendigos. El hambre estudiantil, asignatura obligatoria en toda Universidad que se precie, se hace eco la literatura satírica de la época y vemos una vez más a Quevedo denostar a los “bachilleres de pupilos” que además de velar por la moralidad y el estudio de sus pensionistas, tenían la obligación de alimentarles según las normas rigurosamente establecidas pero a las que también era norma faltar. La descripción de la comida que el licenciado Cabra, apodado Vigilia, ofrece a sus estudiantes, dice todo lo que hay que decir.
“Trujeron el caldo en unas escudillas de madera, tan clsro, que en comer una dellas peligrara Narciso más que en fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo…” “…vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía que la había quitado de sí mismo…”
Pero esto es festín para estudiantes privilegiados, los más pobres, los capigorristas, llamados así porque en vez de manto usaban una simple capa y una gorra, tienen que recurrir a sus padres que generalmente sólo les mandan buenos consejos con los que compusieron “la paulina”, parodia del padrenuestro que decía así:
“Padres crueles y feroces, padres que nos enviáis la porción cotidiana, ojalá sufráis cada semana nuestro hambre de cada día y como arde este papel pueda el dinero que nos negáis trocarse en carbón en vuestros cofres. Amén”.
Otro recurso es hacerse criado de los estudiantes ricos, como hace el héroe de Quevedo y el último y más desesperado recurso, sacarse una patente de mendigo, cuyas condiciones estaba fijadas y que les daba derecho a la sopa boba repartida a diario en los conventos, junto con los otros mendigos, cerrándose así el variopinto retablo de una época en la que se escribía tan bien, se comía tan mal y se tenía el dudoso privilegio de encomendar su empanadilla al diablo.
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